domingo, 19 de septiembre de 2010

My sister's wedding

Para la noche ya había escampado y en la ciudad se había disipado todo rastro de calor, convirtiendo al salón del hotel más lujoso en el sublime refugio de aquella noche tan peculiar como especial. La futura esposa llevaba un vestido azul marino memorable y en su rostro se apreciaba un maquillaje sobrio e impecable, delatando las artes del estilista, quien tuvo que esforzarse para mantener inalterada la belleza morena de aquélla hermosa mujer. Todos los que estuvimos presentes caímos inexorablemente rendidos ante su gracia natural y su sonrisa nerviosa. Sus manos estaban decoradas por el cetro adquirido por elección: unas rosas aun sin reventar, del color del rubor de las niñas de corazón puro. El salón de lámparas blancas exhalaba el aroma de los lirios y las rosas, que eran rosados, blancos y violetas. Luego los novios se sentaron frente a la sabia funcionaria civil que se encargó de leerles las obligaciones que tendrían como marido y mujer y transmitirles, con algunas reprimendas por adelantado, la inmemorial sabiduría que les ayudaría a gobernar la vida en común. Después de esto, los aun novios se dirigieron a pedido suyo hacia el centro de la mesa, donde habrían de demostrar su voluntad de casarse y suscribir el acta de matrimonio. Y sobrevino el momento que arrancó el suspiro de las amigas aun solteras e hizo recordar a las ya casadas la lejana vez en que lo dieron: el beso y la colocación de los anillos. Entonces los ya esposos tuvieron la ocasión de expresar la buena ventura que vivían. Él se encargó de regocijar nuestros corazones y dibujar la sonrisa en nuestros rostros, cuando dijo que había contraído nupcias con la mujer de sus sueños. Ella, un poco tímida y aun conmocionada por las palabras de su consorte, agradeció a todos. Su parquedad la experimentaron también los padres del novio, quienes no pudieron expresar todos los deseos de su corazón sin ser atropellados por la tristeza y la alegría, todo junto. Pero nadie pudo sentirlos tanto como el padre de la novia, quien tuvo que hacer pausas largas en tres ocasiones, para evitar desfallecer. Fue la primera vez que no pudo valerse de la serenidad y fortaleza que le caracterizaron tanto en los actos públicos como en los privados a los que frecuentemente asistía. La expresión de dolor en su rostro era tan conmovedora, que tuvo que buscar a tientas el hombro de su mujer, sentada en una de las esquinas, con el vestido de jersey violeta pero con los ojos dilatados y de color carmesí.  Ella, a su vez, también con las pausas que parecían ser el patrón de la noche, agradeció la oportunidad de acompañar a su hija en una ceremonia tan especial, y dijo al esposo que era bienvenido a la nueva familia, que lo acogía con los brazos abiertos. Luego el maestro de ceremonias con la voz retumbante, invitó a los novios al centro del escenario, donde bailaron algunas piezas, encontrándose entre ellas la que se encargó de producir la magia que los unió en dos. Al ritmo de yo no sé lo que me pasa cuando estoy con vos, me hipnotiza tu sonrisa, me desarma tu mirada, los esposos, felices y radiantes, se apoderaron de la pista de baile, hasta que poco a poco fueron perdiéndose en la fiesta que hubo de durar dos días enteros y que movilizó a ambas familias en torno a su prosperidad eterna.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Dolor

Muchas personas me preguntan qué satisfacción puedo encontrar en el dolor. Yo sé que no me entienden, para eso sería necesario que hayan nacido en mi cuerpo. Sólo quizás así podrían comprenderme. El dolor forma parte de mi vida desde que nací y ahora no puedo vivir sin él. Lo necesito tanto como el aire o el alimento diario, y lo llevo conmigo como cada uno de nosotros trae a su alma, a su sombra. Claro que para mí es un elemento más. Está presente, aunque no lo pueda ver. Pero sí lo puedo sentir, y eso me reconforta. Cuando no lo aprecio, siento que he desperdiciado el día. Claro que muchas veces me debilita o pone sombrío, pero lo amo más que a los denominados sentimientos positivos que también experimento cotidianamente. ¡Entiéndalo ya!, a esos no los necesito, no los deseo. Sólo la tristeza, la soledad y sus manifestaciones tanto física como espiritual me motivan. Aunque, de los dos, me es más entrañable el dolor espiritual, porque es insondable y porque, en las ocasiones que trasciende al nivel físico, no lo hace dos veces en la misma parte de mi cuerpo. A veces se revela en mis ojos (sobre todo cuando están cansados de llorar o gimotear), otras veces en los hombros, en el estómago o en las piernas. No entiendo qué mecanismo utiliza para elegir el órgano en el que se manifestará, pero ¡vaya que me sorprende!. Supongo que primero ingresará en mi cerebro, y éste elegirá, al azar, el destino y recipiente, el continente de mi dolor espiritual. Esto me hace feliz, porque es como jugar a la ruleta rusa. Tampoco estoy seguro si uno reproduce la misma intensidad del otro. Algunas veces me pareció que no. He tratado de estar vigilante, y distinguir cuál de los dos es más intenso. No me ha sido fácil, porque cuando los dos están presentes, uno predomina y anula al otro. Sin embargo, ahora que lo examino, me doy cuenta que el espiritual es más fuerte, definitivamente. Si hubiera una batalla entre los dos, la ganaría este último. Pero, aunque disfruto más de uno de ellos, amo a ambos. He descubierto el placer que hay en cortarse la yema de los dedos con una fina navaja. Puedo sentir cómo se traza un surco en mi piel, que se destruye poco a poco, pero da paso a la sangre, que comienza a brotar, tan roja, tan cálida, tan deliciosa. Mis ojos se obnubilan al verla descender por mis dedos y discurrir por mis brazos. Me gusta sentir su saborcito salado en contacto con mis labios. Pero eso ocurre en situaciones extremas. Normalmente me contento con dolores intensos en el cuerpo, sin necesidad de flagelarme. Sólo recurro a ello cuando el dolor espiritual no es tan acogedor, cuando se vuelve nulo. Así puedo recordarme que estoy vivo, que todavía siento.

La fuente primigenia de mi dolor siempre he sido yo, porque sólo yo lo busco y lo disfruto de esa manera. Pero, gracias a Dios, algunas personas se han encargado de alimentarlo en momentos cruciales. No estoy molesto con ellos porque, como les dije, mi gozo es particular, necesario y porque la soledad siempre estuvo presente. Lo que ellos sí hicieron, es ayudarme a acentuar, definir mi predilección. En especial la chica de cabello castaño ondulado con la que comparto mis días. Nos unimos por necesidad. Yo pensé que así podría espantar la soledad que siempre me ha embargado, y ella quería demostrar a sus padres que no sería tan desdichada como ellos predijeron. ¡Pero claro que sus padres no se equivocaron!. Fuimos enamorados por un tiempo casi extenso y al final nos casamos, pero nuestra noche de bodas no se consumó hasta muchos años después, cuando decidimos tener un hijo. Aparte de eso, no hemos tenido ningún tipo de contacto físico. Al principio yo lo intentaba, quería lograr que ella espante su tedio, pero no pude hacerlo. Cada vez que yo intentaba soprenderla con un detalle, cocinar algo rico, ella me frenaba, diciéndome, sin levantar mucho la voz, pero con la suficiente energía para entender claramente el mensaje, que nunca comería lo que yo prepare. Entonces, con su comportamiento, trazó el camino que ahora ambos recorremos, ya sin marcha atrás. Ambos trabajamos en lugares diferentes, pero siempre la dejo en el trabajo, la busco para almorzar juntos y paso a recogerla para regresar a la casa. Incluso, me quedo despierto a su lado cuando ella tiene que revisar algunos trabajos. Pero, aparte de eso, no compartimos nada más. Dormimos en habitaciones separadas y asistimos solos a las reuniones o fiestas que organizan nuestros amigos. En alguna ocasión le propuse ir juntos, pero siempre me ha dicho que eso no ocurrirá. Una vez la llevé a la fuerza a un hermoso centro recreativo, ubicado a muchos kilómetros de donde vivimos, pero esto fue un gran error. Todo el viaje renegó, e incluso me dio algunos golpes en el brazo y en el hombro, leves, como los que dan las mujeres, pero lo suficientemente claros para entender su disgusto. No disfrutamos el paseo y tuvimos que regresar. Hemos tenido varias situaciones como esa. He pensado en recurrir a terapia, pero su actitud lo hace imposible. Pensé en conversar con su mamá, quien aun está viva, pero también es una mala idea. Su mamá nunca estuvo de acuerdo con nuestro matrimonio. Y recurrir a ella es como satisfacerla. Sin embargo, no puedo separarme de mi compañera. La necesito y necesito más a nuestro hijo, con el que poco a poco estoy desarrollando una relación afectiva. Para ser sinceros, dudo que las cosas vayan a cambiar. Por eso, es mejor que siga consumiendo mi dolor.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Fragmento

¡Bésame!, susurró -mientras la bata rosada trasparente se deslizaba por sus piernas y caía en una de las esquinas de la cama-, necesito sentir que soy la mujer para ti. Alejandro, que estaba sentado en un antiguo sofá ubicado en una de las esquinas, no dudó en hacerlo y se acercó raudamente. Pasó su brazo por su cintura, la abrazó con fuerza y la besó apasionada pero lentamente. Su boca se movió alrededor de la de Rossana, recorriendo cada centímetro, sin dejar ningún espacio inexplorado. De repente, él apartó sus labios algunos centímetros, haciendo una pausa pequeña, para besarla después repetidas veces, con avidez, como si la vida se fuera a acabar en cualquier instante. Rossana reaccionó con gestos de placer. Sus gemidos eran suaves, secos y no muy prolongados, pero bastantes cargados de erotismo. Pasó sus brazos por el cuello de Alejandro, quien seguidamente la cargó y recostó delicadamente en la cama blanca y suave. Observó todo el esplendor de aquél cuerpo canela claro y se recostó sobre ella, besándola intensamente, mientras las yemas de sus dedos transitaban por sus piernas y abdomen, hasta colocarse sobre sus manos y estrecharlas. Le dijo bajito que siempre había esperado este momento, que ella era la única mujer capaz de calmar su sed. Entonces el abdomen de Rossana se levantó y descendió levemente, formando una especie de ola. Rossana soltó uno a uno los botones de la camisa blanca de su amante, pero no la retiró: sólo la dejó abierta. Después aflojó su cinturón y le quitó luego el pantalón azul marino. Entonces le dijo que está autorizado para ingresar. Alejandro no pudo resistir, apagó la luz y en la casi total penumbra se volvieron a besar, con frenesí. Y en ese instante los dos cuerpos fueron uno solo. Sólo los quejidos y suspiros esporádicos interrumpían el silencio que imperaba en la habitación. El tiempo, a su vez, era marcado por los movimientos de aquéllos cuerpos ahora en perfecta comunión. Había mucha pasión, mucho ímpetu. Pasó cierto tiempo y no pudieron contenerse más. La pasión llegó a su clímax y experimentaron un sublime placer. Luego vino la petite mort, y ambos se recostaron en la cama. Alejandro la volvió a abrazar, mientras acariciaba los cabellos de la mujer de su vida. Y ella se sentía amada y feliz. Entonces ella empezó a contarle algunas historias, y apoyó su cabeza debajo del brazo extendido de él, hasta que ambos se quedaron dormidos, más unidos que nunca.

domingo, 5 de septiembre de 2010

Walnut

El restaurante. Los meseros mexicanos y un peruano, Camuti, se acercaban a almorzar. Ellos hablaban en mexicano. Camuti no entendía nada y los consideraba ignorantes. Los miraba por debajo del hombro. No participaba. Apareció Walnut. Era alta y mayor que él. Blanca como la nieve. Había subido bastante de peso. Cogió un plato hondo blanco y se sirvió enchiladas. Comía en silencio, en una esquina de la mesa. No quería conversar con nadie. Pensaba lo mismo de los mexicanos. Les parecían despreciables. Camuti la miró y notó cómo los años y el desvelo la habían vuelto poco atractiva. Su rostro angelical y los profundos ojos azules habían perdido un poco de su encanto. No obstante, decidió hablarle. Le dijo algo en un francés masticado. Walnut se sorprendió y lo miró con entusiasmo. Salut!, respondió. Le preguntó en inglés de dónde provenía. Qué hacía. Dónde vivía. Él respondió cada una de las preguntas. Luego ella le dijo que era recepcionista/mesera/chofer en dicho resort y que debía volver a su otro puesto de trabajo. Que había mucha gente. Se despidieron, sin mayores expectativas.

Pasaron varias semanas. Camuti disfrutaba de trabajar en dos lugares diferentes y distantes. Cada persona que conocía era peculiar. Le gustaba saber sus historias, descubrir nuevas formas de concebir la vida. Ver cómo se comportaban. Camuti, en aquél entonces, era pasional y muy práctico. Expresaba cada una de sus opiniones sin preocuparle la reacción que causaban, y vivía a plenitud cada uno de sus sentimientos, ya sea que fueran tristes o alegres, con mucha intensidad. No tenía la necesidad de estar con alguien. No le interesaba. Era un aventurero. Se volvieron a ver y conversaron un poco más. Así él supo que ella provenía de otro continente. Quedaron en tener una cita, para el jueves próximo. Ese día, Walnut le llamó al otro trabajo. Dejó un mensaje. Dijo que estaba en San Francisco, que fue a recoger a una pareja que llegaba de New Orleans, que regresaría muy tarde y que no podrían verse. Él no se inmutó. Total, estaba muy feliz con las cosas conforme sucedían.



Ronnie, el boliviano, pasó por su casa y recogió a Camuti. Fueron juntos al trabajo. Se habían hecho muy amigos. Con nadie más sentía que la conversación era tan fluída, tan natural, como si se conocieran desde niños. Era el amigo que necesitaba. El compadre, el compinche. Ronnie conocía a Walnut. Ella salía con su roommate, Alfredo, quien estaba totalmente enamorado de ella. Ya en el resort, Walnut apareció nuevamente por la cocina. Buscaba desesperadamente a Camuti. Se acercó a conversar con él y con Ronnie. Les comentó sobre el tiempo, que estaba muy agradable, que era un día de primavera y que el sol alumbraba con toda su plenitud. El frío había disminuido, podía andarse en mangas de camisa. Luego se fue. Volvió a la recepción. Ronnie le dijo a Camuti: Compadre, esa mujer quiere estar contigo. Camuti respondió que no la encontraba bonita. Él le dijo, que no, que eso no importa, que salga con ella. Pero le comentó también que salía con Alfredo, el otro boliviano y que él también trabajaba ahí, en otra área, y que era mejor que sea cauteloso. Repitió todo eso como cinco veces seguidas. Logró convencer a Camuti. Antes de salir del trabajo, él pasó por recepción, vio que Walnut estaba sola, hablando por teléfono, sentada. Se acercó, le quitó el teléfono de un solo golpe, lo puso al costado y la besó apasionadamente. Ella se quedó asombrada, desconcertada. Estuvo callada por un momento, asimilando lo que había sucedido. Luego esbozó una lenta sonrisa de satisfacción en los labios. Sintió que Camuti era lo mejor que le había pasado en los últimos doce meses. El aventurero se despidió, le dijo que se verían la próxima semana. Se fue con Ronnie.

En los días siguientes, Camuti se sorprendía a sí mismo pensando en ella. La extrañaba. Se vieron en dos semanas. Se fueron a la ciudad cercana más grande, a dejar a otros pasajeros que iban a Nueva York. Luego fueron por una calle. Ella paró. Le mostró un teléfono público. Le dijo que desde allá le llamó cuando no pudieron verse. Volvieron al carro. Volvieron rápido al resort. Mientras ella manejaba, él no dejaba de besarla. Había mucho romance en el ambiente. Se besaron hasta que se quedaron sin energías. Walnut puso en la radio un bolero, Bésame mucho, en una versión inédita, interpretada por una cantante que pronunciaba un español difícil, pero con mucha emotividad. Camuti estaba extasiado. Regresaron al resort y ella le dijo que le espere. No podía decirlo bien, porque quería expresarlo en su idioma natal, y le costaba trabajo decirlo en inglés. Él espero. Ella volvió con unas llaves. Eran las llaves de una habitación. Se metieron a hurtadillas. Hicieron el amor salvajemente. Luego se acostaron. Pero él decidió irse. Era un aventurero. Al salir, cogió algo de la refrigeradora y se paró en la carretera, esperando que alguien lo lleve hacia donde vivía, a una hora y media de allí. Al día siguiente se vieron. Camuti le comentó que se mudaría donde los bolivianos, que sus amigos ya se habían ido y que la casa estaba pagada hasta fin de mes, que él se quedaría una semana más, antes de regresar a su país. Él ya había conocido a Alfredo, quien quería ser amigo suyo, pero Camuti se resistía. La conciencia lo traicionaba. Alfredo le dijo un día antes que se mude con ellos, que no había ningún problema. El aceptó, por compromiso. Pero al día siguiente Walnut le propuso vivir juntos. Camuti no lo pensó dos veces y aceptó.

El día de la mudanza, Walnut le ayudó a colocar todas sus cosas en el auto. A las seis de la tarde ya tenían todo listo. Cuando estuvieron a punto de irse, se besaron, pero ambos sentían que algo extraño sucedía. Voltearon la mirada. Vieron que un auto doblaba por la entrada. Era Alfredo. Él los vio besándose. Walnut se acercó hacia el carro de Alfredo. Quiso hablarle, pero él no dijo nada. Luego volvió, le dijo a Camuti que se acerque, que era mejor que hablen. Camuti se acercó a la puerta del auto, sin miedo. Alfredo lo miró. Había una bien disimulada tranquilidad en su mirada. Luego le preguntó: ¿Porqué?. Él dijo que necesitaba mudarse. Volvió a preguntar por qué y Camuti le inventó una excusa, que no quería gastar en taxis y que preferiría vivir cerca al trabajo. Alfredo arrancó el auto y se fue.

Llegaron al resort. Walnut le dijo que había hablado con el dueño, pero que no pudo conseguir ningún descuento. Pese a ello, deseaba pasar los siete días con Camuti y decía que no existía precio que le impidiese hacerlo. Luego tendría que trabajar mucho para poder pagar ese monto, pero por ahora era mejor no pensar en eso. Se instalaron en la habitación que sería el mejor testigo de dicho romance. Pasaron los siete días juntos. Se amaron demasiado. Walnut le enseñó a amar de una forma que él no conocía, con un método que ella había desarrollado y que era mucho más placentero que basar el sexo sólo en el coito. Le hablaba de casarse, de vivir juntos, para siempre. Camuti no atinaba a decir nada. Era muy joven y esa idea simplemente no cabía en su cabeza. El solo hecho de pensarlo lo estremecía. Al día siguiente se fueron de viaje, recorrieron por un día entero la ciudad que más le fascinaba a ella. Visitaron sus lugares favoritos. Lugares mágicos, como sacados de cuentos de hadas. Ella le explicaba la ciudad, a la par que le transmitía todo lo que había aprendido de los diferentes viajes que había hecho, de toda la gente que había conocido. No obviaba ningún detalle. Por momentos parecía una profesora enseñando a un niño de primaria. Un niño que la observaba asombrado, ávido de conocimiento. Al anochecer, retornaron a la habitación. Siguieron amándose incansablemente. Cada noche parecía más intensa que la anterior. El amor crecía cada vez más, parecía no tener límite.

Hasta que llegó el séptimo día. El inevitable día en el que tendrían que separarse. Por la mañana fueron a dar un paseo por una ciudad cercana. Él tomaba fotos a cada instante. Quería tener un registro de todo lo vivido. Walnut, en cambio, prefería observar. Así se aseguraba de que todo se almacenase en su memoria, donde ella decía guardar los mejores recuerdos. Por la tarde ella lo llevó al aeropuerto. Hablaban bajito y estaban absortos, alejados de la realidad. Llegó el momento en que Camuti debía tomar el avión. Walnut lloraba. Camuti se mantenía en silencio. Le pedía que se calme. Prometía escribirle. La aeromoza anunció que el avión iba a partir. Camuti se vio obligado a subir. La abrazó tan fuerte que sintió que se le iba la vida. Luego subió al avión, lloró en silencio y la extrañó eternamente.

El baremo de la felicidad

¿Existe algún baremo que mida la felicidad?

Creo que la mayoría de nosotros pensaría inmediatamente en el dinero. Si nos hiciesen esta pregunta, diríamos que ése es definitivamente el mejor instrumento, porque nos permite muchas cosas: tener acceso a una mejor educación, atendernos en mejores clínicas, viajar más seguido, entre otras cosas. Ciertamente nos ayuda a obtener bienestar material, pero no es, y no puede ser, el único criterio. Si así lo fuera, al obtenerlo tendríamos asegurada nuestra felicidad y no existirían personas ricas pero desdichadas.

Hay otro elemento que los seres humanos usamos para medir nuestra felicidad, o desdicha, aunque tampoco sea el más adecuado. Cuando nos encontramos por la calle con algún amigo o conocido, no podemos evitar pensar: ¡qué bien se ve!, ¡qué delgado/a está!, mira, ¡ya se casó!, o ¡tiene dos hijos!. Y seguramente que nuestro amigo pensará algo similar: ¡es más joven que yo y tiene más especializaciones!, uau, ¡su horario de trabajo es mejor que el mío!, ¡ha avanzado bastante en su empresa!, ¡qué lindo carro!. O si no, ¡mira qué saludable se le ve, y yo que estoy tan enfermo/a!. Es decir, utilizamos la comparación, y es común medir nuestra felicidad en base a las cosas que poseemos y que nuestros amigos no, y nuestra desdicha se explica con lo que carecemos. Pero, utilizar este criterio, sería, a la larga, frustrante y ocasionaría que pasemos de un sentimiento a otro con total facilidad. Si nos dedicásemos toda la vida a compararnos, ésta se haría insufrible. Siempre encontraríamos personas más exitosas en algunos aspectos, con más talento que nosotros para algunas cosas. Por tanto, no podemos basar nuestra felicidad en ello. Lo mejor es aprender a ser felices con lo que tenemos o hacemos y entender que la mejor forma de medir cuánto avanzamos, es utilizando nuestra propia escala, cumpliendo nuestras propias metas, avanzando a nuestra propia velocidad y a la velocidad que la vida nos imprima en determinado momento. Ese es el mejor baremo.

La apremiante, y agobiante, búsqueda existencial

 
Muchas veces las necesidades existenciales son tan grandes que nos apremian a buscar una verdad, nuestra verdad, por caminos tan disímiles como peculiares. Así, mutamos de piel: pasamos de ser granjeros a ser hombres de negocios, de ser deportistas a cocineros, de filósofos a mecánicos, de fotógrafos a cantantes. Recorremos diferentes ciudades, localidades, pueblos. En suma, viajamos. Es que esta necesidad existencial nos insta a movernos, pensando que en el próximo destino encontraremos lo que buscamos a ciegas, con obsesión. Durante la búsqueda constante conocemos nuevas personas. Las observamos, pensando que en ellas se manifestará nuestra verdad. De repente encontramos una y la copiamos, la hacemos nuestra, creyendo que la respuesta encontrada es la verdadera, la real. Al momento de encontrar la que creemos nuestra respuesta, nos deslumbramos tanto que decimos a nuestros seres queridos que ya se acabó la pesquisa. Sin embargo, al poco tiempo nos desencantamos, miramos todo con coraje y decidimos mandarlo al diablo. Y nos vemos enfrascados en una nueva búsqueda, más apremiante que la anterior. Lo único que podemos apreciar como cierto, entonces, es la eterna y constante búsqueda. Nos sentimos abrumados, muchos de nuestros seres queridos se molestan, desencantan, prefieren no escucharnos, nos instan a definir todo ya, de una vez por todas o nos miran con ironía, se ríen en voz baja y piensan que no vamos a cambiar. No sabemos qué decir, así que nos quedamos callados. Nos preocupamos en silencio y deseamos con fe tener un mejor panorama, que todo se aclare. Incluso preferimos no decir por qué caminos nos llevará la nueva pesquisa. La guardamos para nosotros, esperando que el tiempo nos confirme no habernos equivocado. Pero, el tiempo transcurre y volvemos a caer en lo mismo. Nos sorprendemos y miramos todo con desilusión. Pensamos que somos así y que es mejor acostumbrarse a la idea. Pero sabemos que hay algo más allá. Ya sin fuerzas y con mucho miedo nos lanzamos a buscarla. Examinamos todo, tratando de descubrir dónde está el error, qué debimos haber hecho de otra manera. Entonces, una voz muy queda sale de nuestro interior y pronuncia algo casi imperceptible. No busques, nos dice, la respuesta está en ti. No entendemos, la ignoramos, pensamos que se ha equivocado. Optamos en cambio por aferrarnos a la última posibilidad que habíamos barajado. Y tratamos de mantenernos firmes. Dejamos que el tiempo pase, esperamos que todo se ordene. Hasta que, de repente, la respuesta surge, espontánea. Es tan clara que no necesita explicaciones ni artilugios para convencernos de que estamos en lo correcto. Antes ya la habíamos escuchado, pero la desechamos tan pronto como había surgido, por miedo. La respuesta nos ilumina completamente. La asimilamos con mucha naturalidad, porque forma parte de nosotros. La acogemos y nos sentimos felices. Descubrimos que siempre estuvo ahí, acompañándonos, esperando que le prestemos atención. Nos sentimos entonces bendecidos. Desde ese momento seguimos hacia adelante, firmes, sin dudas y vamos desarrollando nuestro talento.

El amor y la materia


¿Acaso el amor tiene fin?, ¿Es quizás infinito?, ¿Cuántas veces se puede amar?, ¿Se puede amar, una y otra vez, con la misma intensidad?, ¿Estamos condenados a amar por siempre?

Comenzar una nueva relación sentimental tiene algo de mágico, porque parece fuera de este mundo. Encontrar entre la multitud a aquella persona con quien compartir nuestros momentos nos hace felices y nos ilumina. Es por eso que, motivados, entregamos nuestros mejores actos y sentimientos al ser que ahora amamos. Claro que en algunas ocasiones no es correspondido y se torna obsesivo, pero en las que sí lo es, el cariño se vuelve recíproco y ocasiona que todo a nuestro alrededor se torne maravilloso: sentimos que flotamos en un universo paralelo, suspendidos en la atmósfera por la buena fortuna del amor. Lo queremos todo de esa persona, sólo queremos ser con ella, hasta que en algún momento nuestro ímpetu original se frena un poco. A medida que compartimos el tiempo, vamos conociendo más al ser que amamos, sus virtudes, manías y defectos, y nos vemos obligados a adaptarnos. Esta es quizás la parte más desafiante de toda la relación, porque nos agota un poco tener que adecuarnos a la forma de ser de quien amamos, ya sea que se trate de la primera vez que amamos, o no. En algunos momentos queremos abandonarlo todo, pero recordamos cómo encontrar el amor, o reencontrarlo, sacudió nuestro mundo interior. Esto, y el hecho de apreciar nuevas formas de sentir y actuar, nos motivan a seguir hacia adelante. Y el tiempo también brinda su aporte, ayudando a que todo se acomode y que la comprensión reine: logramos entendernos y podemos nuevamente disfrutar del amor que nos prodigamos, ya con menos intensidad, pero sin desavenencias. Todo esto pasa tan rápido y tan de repente, que al fijarnos bien, nos damos cuenta que estamos envueltos en una nueva relación y que amamos una vez más. Entonces pensamos que, al igual que la materia, el amor no se extingue, sólo se transforma y adopta nuevos rostros, nuevas formas. Recordamos a todas las personas que hemos amado, lo que aprendimos con ellas, y las razones por las cuales terminamos. Nos damos cuenta que cometimos algunos errores y que ahora somos más sabios como consecuencia de la experiencia, que los errores y las heridas del pasado nos pueden haber llenado de dolor o de temor y que tal vez nos repriman un poco. Y a veces, por ese motivo, no entregamos todo y preferimos guardar algunos sentimientos dentro de nosotros, pero así avanzamos. Con los temores a cuestas, la nueva relación sigue fluyendo y nos descubrimos felices. Y muchas veces consagramos nuestro amor en el matrimonio e iniciamos la vida en común, con todas las bendiciones que acarrea. Pero no en todos los casos existe un final feliz: algunas veces las relaciones terminan trágicamente, con la muerte de sus protagonistas, quizás porque no empezaron bien, o porque en el camino algo falló. Y en otras no tan infrecuentes veces, si bien el final no es trágico, el amor se termina por razones que en su momento no entendemos. Y se torna inevitable no sentimos tristes y solos. Nos deprimimos y sufrimos por cierto tiempo, hasta que conocemos a alguien más y nuestro corazón vuelve a latir. Nos preguntamos si esta vez será la ocasión definitiva, si nos habremos topado con la persona que hemos esperado siempre, pero es imposible saberlo. Nos decimos entonces que no perdemos nada y optamos por entregar desinteresadamente nuestros sentimientos y nuestro tiempo, y como consecuencia recibimos amor a cambio. Así iniciamos una nueva relación y, sin darnos cuenta, regresamos al origen.  

Hacia una identidad Regional

La Real Academia de la Lengua Española denomina identidad a aquel “conjunto de rasgos propios de un individuo o de una colectividad que los caracterizan frente a los demás”. La identidad está conformada, entonces, por aquello que nos diferencia, que nos define, nuestras raíces propias, nuestras costumbres y fiestas.


A modo de reflexión, quiero lanzar estas preguntas:

¿Existe una identidad regional?. ¿Nos sentimos orgullosos de algo?, ¿Ocultamos nuestra procedencia cuando estamos en otras ciudades?.

¿Cuántas lenguas nativas se hablan en nuestra ciudad?, ¿tenemos manifestaciones culturales propias?, ¿las amamos o adoptamos las de otras ciudades o países?.

¿Cuándo se creó Pucallpa?, ¿quiénes la fundaron?, ¿porqué no nos ponemos de acuerdo sobre estos temas?.

¿Nos sentimos miembros de una misma ciudad?, ¿La valoramos?. Si es así, ¿por qué no la cuidamos?, ¿Sabemos cuáles son nuestros problemas como sociedad?, ¿Porqué vemos los problemas y no reaccionamos?, ¿Nos gustaría ser una sociedad ejemplar?, ¿Cuáles son las virtudes de ser pucallpinos?

¿Qué opinamos de nuestra cocina local?. ¿Es idéntica o diferente a las de la amazonía peruana?, ¿Ha evolucionado?, ¿Por qué no tenemos buenos restaurantes?.

¿Participamos en política?, ¿Qué opinamos de nuestros gobernantes?, ¿Sentimos que ellos nos representan?.

¿Respetamos las reglas?, ¿Las respetan nuestros gobernantes?, ¿Tenemos una ciudad segura?.

¿Nos parece que la educación que recibimos es óptima?.



Dejo estas interrogantes para que cada uno de nosotros las responda.

¿Mourir y Mûrir son la misma cosa?

Es curioso que en el idioma francés, las palabras mourir et mûrir suenen y se escriban muy parecido. La primera, mourir, corresponde a la traducción de la palabra morir, mientras que la segunda se refiere al verbo madurar. ¿Es que acaso el significado también lo será?.

Existen dos tipos de madurez: física y psicológica. La primera se adquiere al alcanzar la plenitud vital, antes de la vejez. La segunda, en cambio, no depende de la edad, e implica un aprendizaje continuo. No se puede decir que una persona es lo suficientemente madura y que no podrá alcanzar un mayor nivel de madurez psicológica.

Son ejemplos del segundo tipo de madurez: el ser realistas y guiarnos más por los hechos que por las ideas, el estar dispuestos a examinar nuestras creencias, prejuicios y comportamientos de una manera objetiva; guiarnos más por la razón que por la emoción; saber controlar nuestros impulsos y estados de ánimo, entre otros.

Por tanto, la madurez psicológica es el estado más perseguido por los seres humanos a lo largo de su vida. Desde pequeños se nos incentiva a actuar con la misma, y esto obedece a una razón: sólo si la poseemos, podemos decir que estamos listos para conducirnos por la vida y hacer las elecciones correctas. Pero, sólo se adquiere madurez psicológica asimilando tanto lo positivo y negativo de nuestras experiencias. Es decir, viviendo y aprendiendo. Sin embargo, sólo se vive, aprende y no se cometen los mismos errores con el tiempo. Es ahí que las palabras madurar y morir se confunden. La madurez psicológica se afianza con el transcurso del tiempo, y el transcurso del tiempo nos trae la vejez y, para casi todos los seres humanos, luego de la vejez, viene la muerte. Es decir, tenemos que morir justo cuando ya contamos con el nivel de sabiduría que hemos anhelado gran parte de nuestra vida, o cuando ya estamos más cerca del mismo. Ironías de la vida…

10

Yo soy un ángel - dijiste, mientras caminábamos por aquél hotel tan nuevo como nuestra relación. Al igual que el hotel, eras tan imponente, que me marcaste. La luz que emanabas lo iluminaba todo y no se escapó ningún rincón de mi ser. Sin embargo, debo confesar que al principio no me producías nada, mis sentimientos eran nulos. Luego te fuiste metiendo de a poquitos en mi corazón y nunca más saliste. Empezaste como un chorrito de agua discurriendo entre algunas piedras y te convertiste después en un río, uno de los más caudalosos que conocí. Me devolviste a la vida, me diste vida, como aquél niño que sólo yo vi nacer un sábado por la noche. Y con ello, me colmaste de tranquilidad.


Recuerdo cuando me besaste por primera vez. Fue tan inesperado e inopinado, que no atiné a decir nada. Más bien, tu, la dueña de mi destino por aquellos días, me pediste que te amara, y yo accedí. Me decía a mí mismo que no hay nada de malo en volver a intentarlo, y que esta vez sería diferente, porque no era yo quien daba el primer paso. Me pediste que te amara, y así lo hice. Nos amamos dos veces esa noche y luego nos pusimos a ver tus fotos. Me contaste la historia de tus hermanos. Después de mucho tiempo escuché historias que no eran trágicas. Captaste toda mi atención, disfruté saber de ti, de tus amigos y tu familia. Luego viste mis fotos, y me dijiste que te gustaba aun más, que en las fotos se me veía mejor. Ambos nos reímos. Nos volvimos a besar y así comenzamos esta historia que tuvo mezcla de rabia y locura. Te sentías tan feliz de conocerme, que al día siguiente me pusiste al teléfono con tu mejor amiga. Fue bueno saber que tenías gente que te apreciaba mucho, que estaba feliz porque eras dichosa. Pero, no eras tan paciente. Renegabas seguido, aunque no me agobiabas. Nunca lo hiciste. Casi todo en ti era equilibrado, que no causaba daño.

No sé si llegué a meterme en tu corazón, como tú en el mío: muchas veces me parece que no. Una tarde, me dijiste que entre nosotros sólo había un cariño especial, que no es el cariño de amigos ni de hermanos, pero que no era amor. Aun sostengo que no es fácil creerte, no por el hecho de que quiera cegarme, sino porque con algunas actitudes te contradijiste. Era tan fuerte lo que me brindabas, que no creo que ese cariño no sea amor. No querías despegarte de mí. Por momentos parecía que tú deseabas pasar más tiempo conmigo, que me extrañabas más. Eso me hacía feliz, y me motivaba a darte mis mejores sentimientos. Aunque a veces me frenaras, diciendo que no debo enamorarme, pero esa prohibición se desvanecía pronto y en cuestión de horas volvía a entregarte todo, desinteresadamente. No me arrepiento de haberte conocido. A veces no puedo evitar la nostalgia que me embarga y lloro en silencio. El tiempo que estuvimos fue tan corto, pero tan intenso, que me hubiera gustado que dure toda una eternidad. Pero tú, mi ángel, tenías que enmendar otros corazones, besar otras bocas. No te preocupes cariño mío, que cuando recuerdo tu rostro, tu voz, tus constantes preguntas y tus dudas, es entonces que toda la tristeza se esfuma y en su lugar, una sonrisa ilumina este arrugado rostro.