jueves, 28 de julio de 2011

O desjeo se confunde

O DESEJO SE CONFUNDE

- ¡No hay nada que se pueda hacer!,- sentenció ella, totalmente calmada, con algunas lágrimas secas en las mejillas. Ya han pasado quince años desde que abandoné la casa y el destino azaroso me mostró este estilo de vida, que me ha dado algunas satisfacciones, dijo, después de pasado el efecto liberador que produjo la lluvia de lágrimas y sollozos en el cuarto de maderas desvencijadas y desvaídas, como lógica consecuencia del abrazo cálido, fraternal y franco que se brindaron Tartaruga y Xiquinha al reconocerse como hermanos, aquél revelador y caluroso viernes de agosto de hace muchas décadas.
- Me llamo Marité Oliveira, aunque me conocen como Xiquinha-, respondió ella, con una amplia sonrisa, luego de que Tartaruga, o Joao Oliveira, con mucho temor, le preguntara quién era-. Mis padres, Luciano y Fernanda, viven en Xará, -prosiguió, sin incomodarse por la curiosidad de su amante, después de que él se ubicara en el banco crema, dispuesto a dar rienda suelta a sus pasiones-. En efecto, desde el banco en donde, al igual que él, se sentaron varios hombres hirviendo de amor, observó el delicioso cuerpo moreno de senos turgentes y bundas que son demais, parcialmente cubiertos por una blusa rosada semitransparente que se extendía hasta el inicio de las caderas. Observó también un rostro risueño, sin arrugas pero con cierta expresión de cansancio, y al mirar sus ojos prietos y lozanos, descubrió un resplandor familiar que lo sacudió y sumergió en un mar de dudas. Entonces lanzó esas preguntas y perdió toda la prestancia que Xiquinha hubo de descubrir después de levantarse de la cama de forro amarillo y sábanas blancas para abrir la puerta y notar que era él quien había llamado. Antes de invitarlo a pasar, se fijó en los zapatos contrastantes con el haz de luz. Lo examinó de abajo hacia arriba, y reparó en el cuidado con el que eligió sus ropas y el ímpetu con el que quería desvestirla y amarla. Notó también cierto brillo en sus ojos, pero lo atribuyó a la fiebre del deseo. Y no se equivocó. Tartaruga ardía de deseo desde que supo que una brasilera como él vivía en la ciudad Champiñón, ese lugar tan distante de su patria querida y mágica.
La necesidad de comprobar si la mulata prodigiosa era capaz de producir tanto placer, lo motivó a pararse ante la puerta que estaba al final de la segunda fila de  los cuartos, en la amplia hacienda con techos a dos aguas donde se resguardaba a las que alguna vez fueron chicas de buen vivir. Antes de dar con la habitación número doscientos que le indicó la mujer pelirroja y de risa estridente a cuya puerta fue a parar después de tres intentos fallidos de dar con Xiquinha y de haber recorrido los largos pasillos, escuchó al hombre gordo y desdentado que se ubicaba en recepción responder afirmativamente a la pregunta que le hizo cuando le inquirió si la encontraría a las cuatro y media. Para ese entonces ya habían transcurrido algunos minutos de haber descendido del taxi que lo condujo por las calles sinuosas, ubicadas a varios kilómetros del hotel venido a menos y de la habitación doscientos cinco, en cuya cama se sentó a cavilar después de haber tenido aquél sueño reparador en el que se perdió entre bosques y dio con una mujer fuera de este mundo, que parecía una diosa por la sabiduría con la que amaba, como lo demostraba la interminable fila de duendes que esperaban embobados y hechizados al igual que él. Estas imágenes poblaron su mente por dos horas, desde el instante en el que se echó a descansar, vestido con el pantalón azul marino y la camisa azul de flores amarillas, perfumado y algo cansado, quizás a consecuencia del opíparo almuerzo, el único alimento que se sirvió el viernes, cuando ya se habían extinguido las energías que le brindaron pensar en el amor rentado. Bajó las escaleras, cruzó la calle adoquinada y se dirigió hacia el restaurante que equidistaba veinte metros del hotel y la plaza mayor. La larga sobremesa que le permitió observar a los hombres y mujeres que circulaban, algunos presurosos, otros calmados, pero todos soportando el calor como pudieran, se inició después de que la mesera apareciera para recoger los platos vacíos, que veinte minutos antes estaban llenos del delicioso lomo saltado y la refrescante chicha morada que consumió mientras se imaginaba el encuentro con Xiquinha.
- He deseado este encuentro desde hace un mes y medio, manteniéndolo en secreto, ocultándolo de mi esposa y gestándolo sin la complicidad de algún amigo. Sé que no habrá otra mujer capaz de brindarme las caricias que ella me dará – reflexionó, logrando ahuyentar de la mente la imagen perturbadora que le produjo la mesera de lindos ojos celestes, cabello azabache y cuerpo pequeño y delgado pero bien formado, cuando se aproximó con pasos cortos y presurosos trayendo su pedido. Ahí la observó con detenimiento, más que la primera vez que se acercó para saludarla con una sonrisa amplia y preguntarle, con una peculiar timidez, qué pediría. Pero antes de eso, movió de su sitio la pesada silla de metal pintada de blanco y se levantó, dejando atrás uno de los pocos lugares privilegiados por el frescor. Sus pasos lo condujeron por las calles más transitadas de la ciudad Champiñón, que en ese momento era mucho más pequeña y menos ajena que en los tiempos actuales. Se divirtió visitando las tiendas nuevas y apreciando las pocas novedades que, en comparación con las que había en el pequeño pueblo donde vivía, en un afluente del Ucayali, resultaban ser espectaculares. Su mente divagó, él sonrió en muchas ocasiones, como lo hizo en la mañana, apenas despertó, a las nueve aproximadamente. Contraria a su costumbre, no encendió la pipa que fumaba dos veces al día, al amanecer y después de cenar. En cambio, se dirigió hacia el perchero, buscando asegurarse que las ropas que se pondría en un momento estén aún en su lugar, y que su billetera tenga el dinero con el que pagaría no sólo los favores de Xiquinha, sino que servirían también para invitarla a una cena romántica, porque quizás éste sería el inicio de varios encuentros amorosos. Había pensado en eso incluso la noche anterior, cuando jugaba a olvidarse eso que ya sonaba a estribillo, y volver a recordarlo, y nuevamente olvidarlo, para rescatarlo de la memoria una vez más, aunque en el repetitivo juego vaya perdiendo su sentido. Pero Tartaruga sabía que no se trataba de una cuestión banal: el encuentro con Xiquinha sería una forma de unirse con la patria lejana, a la que no puede volver porque el dinero que gana como agricultor no le alcanzaría para viajar por varias semanas con la esposa y los dos hijos, y porque había perdido todo tipo de contacto con sus padres, que no sabía si vivían o no, y sus seis hermanos, cuatro varones y dos mujeres. 
Once horas antes del encuentro con su hermana, Tartaruga arribó, provisto de la suficiente ropa para quedarse tres días, en los cuales, según le dijo a la esposa, tendría algunas reuniones con extractores de caucho, el negocio del futuro, según sus propias palabras. Y como se trata de una reunión de negocios, es mejor que vaya solo, concluyó. En su gran shicra tejida trajo tres pantalones, dos de dril,  de colores gris y azul marino y uno de algodón, que pareció haber sido negro. Trajo también dos camisas, una negra de material sintético y otra azul con flores amarillas, esta última de chalis, más un polo de algodón, color natural. Guardó también, con parsimonia, sus calzoncillos, a los que separó con un papel del par de infaltables sandalias y los zapatos negros, lustrados con fervor. Con ese ligero equipaje arribó después de un viaje de nueve horas, por selvas interminables y ríos que cambiaban de color cada cuatro horas y se ensanchaban a medida que se acercaban al Ucayali. El viaje en bote a motor no tuvo mayor contratiempo: sólo se alteró por el pensamiento fijo en Xiquinha, quien a esa hora descansaba en su pequeña casa alejada de la ciudad, porque tenía el día libre. Se agenció de todo para no salir de ahí todo el día entero, para reposar de tantos amores fugaces que le ayudaban a olvidar la desdicha de no haber encontrado el amor verdadero. No estaba triste, tampoco alegre: su ánimo era sosegado. Fue sosegado desde muy temprano, desde que se despertó y desperezó en una cama idéntica a la que tenía en la hacienda, pero con forro blanco y sábanas con bordes rosados y rosas azules y rojas. Luego se levantó y dirigió hacia la ducha que estaba en la parte posterior de su casa de una sola planta. Sintió descender el agua tibia, sin pensar en nada. Se secó y vistió lentamente y, como era hora de almorzar, frió un plátano maduro, al que acompañó con una pequeña porción de dorado frito, fréjoles, arroz y fariña, más un refresco de mandioca. Los comió lentamente, mientras veía, desde la ventana, pasar lenta y pesadamente a las nubes que iban hacia el oriente, y ahí pensó en su familia. Los recordó sin nostalgia, como en una nebulosa, pues los años fueron borrando los rostros de sus seres queridos y la manera de ser de cada uno, aunque, por algunas punzadas que espaciadamente sentía en el corazón, sabía que algo muy fuerte los había unido antes. En fin, los recordó, sin emitir suspiro alguno. Como el clima no era cálido, no fue necesario que agarre el abanico de mimbre ni que se siente en la mecedora bajo el árbol de guayaba, al fondo de la casa.
El clima era agradable, como para descansar por unas horas. Se echó, durmió y soñó. Soñó con los adolescentes traviesos que la timaron y le dieron unos paquetes cuadrados de greda, haciéndole creer que eran los jabones que ella demandó como precio para unos minutos de placer. Eu trabalho para o governo, -balbuceó luego, mientras soñaba con los soldados del ejército, con los que se acostó por cinco meses, mientras se les confió el resguardo y mantenimiento de la novísima carretera de tierra, antes de que llegue la empresa que la tuvo en concesión por algunos años. Cuando eran las siete de la noche, se despertó, algo cansada. Se sentó sobre la cama y respiró tres veces, mientras volvía en sí. Tuvo ganas de encender un cigarrillo y se dirigió hacia su pequeña cocina. Prendió un fósforo y se ubicó bajo el umbral sin pintar de su puerta barnizada, donde fumó despacio, disfrutando cada bocanada, hasta que se acabó. Sintió sed y se sirvió el agua de pozo que reposaba en la tetera, dos, tres veces. En el camino de regreso hacia la mesa, encendió una lámpara alimentada por kerosene. La posó en una de las esquinas de la misma. Retiró los platos sucios, que también estaban ahí, y los apiñó sobre el lavatorio. Volvió a la mesa y agarró un paquete de casinos. Jugó solitario y luego se leyó la suerte, sin suerte. Un poco aburrida, se levantó y fue hacia el lavatorio. Lavó los platos de ayer y hoy. En ese momento sintió ganas de ir al baño, y aprovechó para ducharse, sin mojarse los cabellos negros y ondulados que recogió en un nudo rápido. Se secó y puso la blusa blanca del mismo diseño que Tartaruga vio al día siguiente, repetida en la blusa rosada. No utilizó sostén, pero sí un calzón blanco. Como ya eran las nueve de la noche y no había otra cosa que hacer, decidió dormir. Al día siguiente la despertó una amiga, quien trajo la leche, el queso fresco y unos cuantos panes. Se vistió rápido, se lavó la cara y los dientes y abrió la puerta. Mientras desayunaban, conversaron sobre el enamorado de ella, quien quería casarse al inicio de la época de lluvias, que era la más fresca. Se emocionaron con la idea y gritaron como dos locas por un breve lapso. Xiquinha dijo luego que la ayudaría a elegir el vestido de novia y que quería ser su madrina. Ambas asintieron y la imaginaron caminar sobre la entrada de madera y subir las dos gradas al final del pasillo de la amplia y antigua iglesia del barrio El Dorado, que tenía varias ventanas pero por donde muy pocas veces ingresaba el viento. Conversaron luego sobre la noche de bodas, que sería en Punta Cana, como lo decidió el futuro esposo, aunque Xiquinha le recomendase que fueran a Brasil, que es el mejor destino para consagrar el amor. Luego la amiga sintió curiosidad por la soledad de Xiquinha, quien le dijo que no había razón para preocuparse o apurarse, que recién tiene veinticuatro años y que el amor ya llegará, o que quizás no llegue nunca, pero que era mejor no perder el control. Se desperezó sobre la silla y fue después hacia el árbol de pomarrosa que estaba al costado derecho de su casa, cogió un fruto que limpió con su polo amarillo y lo devoró con cinco mordiscos. Volvió a la puerta y vio a la amiga que aún estaba sentada, distraída con las cartas. Le preguntó qué harían ahora, que ya eran las once y media. La amiga le dijo que vayan hacia el centro de la ciudad, a almorzar en el restaurante privilegiado por el frescor. Xiquinha se duchó y cambió rápido, y cogió el bolsón donde estaba el traje rosado y los cosméticos. Ambas salieron. Tomaron un taxi y luego de media hora se ubicaron en el segundo piso. Comieron dorado en salsa de camu camu y refresco de durazno, mientras observaban a los transeúntes. 
- Tengo que irme-, dijo la amiga, después de una hora y media que salieron de la casa de Xiquinha. Me esperan en la casa de mi novio, es el cumpleaños de mi futura suegra. Xiquinha dijo que no había ningún problema y le dio un beso en la mejilla. La amiga se fue y ella tomó el taxi que la llevó hacia el otro extremo de la ciudad, a la hacienda que era su segunda casa. Ahí vio al hombre gordo y desdentado, y se acercó traviesamente. Cogió con ambas manos sus mejillas y le dio un beso sonoro en la boca. Salió de la recepción con una retumbante risa. A unos metros vio a Melania, quien estaba en su cuarto, con la puerta abierta y recostada sobre la cama. Entonces entró y se echó a su lado. Melania agradeció la compañía, mientras compartían algunos chismes del trabajo. Se quedaron dormidas después de una hora, hasta que el hombre rechoncho y petiso, quien quería asegurarse que cada una estuviera ubicada en el cuarto que les fue asignado, las vio dormidas, a las tres y media. Las despertó con bruscas caricias en los senos, y les dijo que era hora de alistarse. Salió del cuarto, y Xiquinha tras él, para ubicarse en su habitación, al final del segundo pasillo. Se volvió a duchar y secó rápidamente. Se puso entonces el traje rosado y se maquilló rápido, pintándose los párpados de rosado y los labios de rojo intenso. Se echó además unas cuantas gotas del perfume floral que le regaló su amiga, la comprometida. Como aún quedaban algunos minutos, cambió el forro de su cama, colocó el banco crema cerca de la puerta y ordenó algunas cosas. Luego se sentó en la cama, hasta que escuchó tres golpes fuertes en la puerta. Se levantó y abrió. Vio a Tartaruga, delgado, con los músculos bien definidos por la ardua labor en la chacra, moreno como ella y con el brillo del deseo en los ojos.


- No hay nada que se pueda hacer - dijo Xiquinha. Ya han pasado quince años desde que abandoné la casa y el destino azaroso me mostró este estilo de vida, que me ha dado algunas satisfacciones.

- ¡Pero claro que se puede hacer algo! – repitió su hermano, apesadumbrado por las palabras que escuchaba. Puedes vivir conmigo, mi esposa y mis dos hijos, en mi amplia casa allá en la chacra. ¡Mi hermana querida!, nunca pensé que te encontraría en un lugar distante, y mucho menos con este tipo de oficio - concluyó, con desprecio. Maldigo haberte mirado con deseo. Vamos, ven a vivir en mi casa. Allá tendrás una nueva oportunidad.
- ¡Pero no quiero una nueva oportunidad!- dijo la hermana, con firmeza y terquedad. Joao, escucha, han pasado quince años y no encuentro nada que nos una. Aunque tenga este oficio, vivo en la ciudad. Mudarme al campo no es algo que quiera hacer. Además, soy adulta.
- No puedo creer que seas tan obstinada - dijo Tartaruga. Este estilo de vida no te conducirá a nada bueno. Es denigrante. Os nossos pais não ficaram orgulhosos.
- Me imagino que no lo serán hace mucho – sentenció Xiquinha. Pero no lo hago para que se inflen el pecho. Se quedó callada por unos instantes, y luego prosiguió: No recuerdo a nuestros padres, no siento nada por ellos.
- Muy bien, quizás el tiempo haya jugado en tu contra, pero ahora me tienes a mí, tu hermano, dispuesto a ayudarte. Hazlo por mí, por ti.
- No trates de modificar las cosas, -respondió Xiquinha, iracunda-. Si quieres, puedes venir a visitarme. Te puedo dar la dirección de mi casa, donde podrás quedarte unos días, pero no más. Eso es lo único que te puedo prometer.
- ¡Marité, recapacita! Esto no es vida. ¿Cómo puedes molestarte con tu hermano? Yo sólo pienso en ayudarte. Voy a dejar que te calmes y reflexiones. Búscame el sábado, para conversar. Estoy hospedado en La Concordia, en la habitación doscientos cinco, y me quedaré hasta el domingo a las siete de la mañana.
- Listo - dijo ella, para dar fin a una conversación infructuosa. Retornó hacia la puerta y allí se detuvo, mostrando el camino al hermano-. Iré el sábado a las cinco de la tarde.
Tartaruga salió, sin mucho aplomo, arrepintiéndose para siempre de no haberla llevado a la fuerza, porque el tiempo se encargaría de confirmarle que la hermana no iría a verlo.

jueves, 20 de enero de 2011

Muerte en Yarina

¿Qué pensamos cuando queremos dar un paseo sobre el lago de Yarinacocha?- me pregunté, mientras que con algunos turistas nos dirigíamos a nuestro emblemático lago. Y la respuesta fue: respirar aire puro, ver especies forestales, observar a los escasos pero graciosos bufeos, o alegrarse pensando que aun pueden existir diferentes formas de vida dentro de sus aguas. Sé que mis amigos se quedarán maravillados, seguí pensando, con una sonrisa en mis labios. Pero la realidad fue totalmente contraria.
No se sabe desde cuándo ni cómo, pero el pasado domingo de enero fue uno de los días que conformaron, y conforman, la cadena de horas que la muerte eligió para mostrarse sobre nuestro lago, aquél que nos da vida. Sólo que en esta ocasión no cubrió con su manto a otros seres humanos, quienes son de algún modo capaces de defenderse. En cambio, su aciago y burlón rostro, como un interminable espectáculo que llena las horas que existen entre amanecidas y puestas de sol, adoptó un gesto de amargura e hinchazón, esta vez en los cuerpos de seres indefensos. En efecto, suavemente mecidos por las olas causadas por los barcos, varias decenas de turushuquis grandes y medianos, flotaban inertes.
Y esto a escasos metros del puerto, donde abunda la presencia de gente.
Fue inevitable entonces no conversar y lamentarse sobre la progresiva ausencia de vida alrededor nuestro, brillando con el sol de la tarde. Para muchos de nosotros, la tristeza se hizo más honda, porque comprendimos que estamos alterando el medio ambiente a una velocidad mucho más rápida de lo que podríamos pensar. Todos sabíamos de antemano que existía algún tipo de contaminación sobre Yarinacocha, y que las especies acuáticas se alejan cada vez más, pero nunca imaginamos que llegaríamos a este extremo: tener que codearnos con la muerte, palpar su aroma y sentir su presencia. Ninguno de los que estuvimos en el barco apreció antes esta realidad sobre nuestras aguas, transformadas totalmente en pocos años. Comenzamos a barajar posibilidades, y nos quedamos con la que nos pareció más lógica: el irresponsable envenenamiento de peces con barbasco u otra sustancia, como supuesta mejor forma de pescarlos. Y en ese momento el motorista nos dio algunos detalles que podrían contribuir para descifrar la verdad: todo indica que esta especie, que habita en los afluentes o ríos cercanos a nuestro lago, fue arrojada allí por alguien que, asustado por la voz de su conciencia, quiso deshacerse de la muestra de su delito. Y esta muerte no sirvió ni siquiera para el provecho de otras especies: como se trata de peces posiblemente envenenados, ninguna garza o ave alguna se atrevió a sobrevolar los cuerpos sin vida.
¿Qué nos está sucediendo? Si el lago es el principal motivo de orgullo de todos los pucallpinos, debemos demostrar que este sentimiento es genuino y comprometernos realmente con su conservación, y el arreglo de su ornato que, dicho sea de paso, muchas veces parece insalubre y caótico, y que lejos de resaltar el atractivo natural, lo torna espantoso y sirve para ahuyentar al turista. Y esto es, en mayor medida, responsabilidad de nuestras autoridades. Las promesas de resguardo de este regalo de la naturaleza no deben quedarse sólo en eso: deben trascender más allá de las palabras, con programas y medidas que sancionen monetariamente  a quien destruye nuestro medio ambiente, y con premios para quienes contribuyan a su preservación. Asimismo, parte de esta responsabilidad recae sobre los empresarios cuyos negocios se benefician con nuestro lago. Ellos deben asegurarnos que las aguas no se tornen inhabitables con el arrojo de desechos, y son responsables también de reducir los niveles de contaminación. Su labor, en colaboración con nuestros gobernantes y la sociedad en general, debería centrarse en actividades positivas, las que podrían hacerse incluso en un día conmemorativo para nuestro lago, o en una semana entera en donde se hagan labores a favor de ella, y se promueva la práctica de deportes, concursos gastronómicos y ferias científicas y de reforestación, entre otros. Pero esto no será posible si el nivel del agua desciende cada año. Por ello, para evitar que las lluvias, - en resumidas cuentas, el principal contribuyente de nuestros ríos- sean menos escasas y/o espaciadas, debemos evitar la tala indiscriminada de árboles, y la irresponsable quema de purmas, porque una cuenca sin árboles es una cuenca sin agua. En caso contrario, las otras medidas de preservación servirán de nada. Ojalá que esta vez lo comprendamos. De no hacerlo así, sólo nos quedará evocar con nostalgia que hace aproximadamente diez años, a diferencia de ahora, existió un lugar donde la vida brotaba a borbotones, para el desconcierto de las generaciones futuras, quienes no podrán entender por qué nos embarga la tristeza al recordar algo que ellos nunca vieron.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Soneto de dicha


Hasta la ciudad champiñón vine
Xiquinha, muerto de deseo por ti
mas al abrir la puerta comprendí
que es error que la pasión nos domine

Mejor que el brillo en mis ojos termine
querida morena, pues ante mí
tengo a la hermana que hace años perdí
y hoy raptaré, aunque mi vida culmine

No es necesario que lo propongas
pues mis rezos, pese al aguacero
han logrado que vengas y compongas

Mi vida, que, igual a abandonado velero,
fue perdido en aguas longas;
solo salvado por ti, gran lucero.

domingo, 24 de octubre de 2010

¿Milagro en Octubre?

- Luchín, ven – se escuchó decir a la voz dulce y melódica de su mamá. Quiero que tú y tu hermano menor de siete años sigan al Señor de los Milagros.

- ¡Pero mamá! Por qué me pides eso, si no es una festividad de nuestra ciudad. No nací en la costa, y no entiendo por qué tengo que ir. Además, recién llovió, y las calles deben estar sucias o llenas de cochas y barro.

- Hazme caso, quiero que vayas y pidas por el descanso de la cuñada de tu tío, que no falleció por su enfermedad, sino por los pleitos de sus hijos, que querían quedarse ya con lo poco que le quedaba.

- Está bien. Iré. Vamos Elfer.

-¡Ya! – gritó este último, y fue a ponerse sus sandalias blancas y negras, gastadas en el lado derecho. Estoy listo hermano - confirmó, un minuto después.

- Vamos a caminar hasta la esquina y nos uniremos a la procesión.

El adolescente olvidó su disgusto y optó por una disposición risueña y amical. Caminaron juntos, hasta que encontró a sus amigos del colegio, con su alegría infinita. Se unieron a ellos, con prisa. Elfer tuvo que apurar los pasos para no quedarse atrás.

-          Hermano, ¿por qué hay tanta gente en las calles?

-          Estamos siguiendo a la imagen de Jesucristo.

-          Pero en el colegio me enseñaron que Jesús murió en Semana Santa...

- Sí, pero es que una vez un muro que tenía su imagen no se cayó con el terremoto. Y desde entonces se le venera.

- Ah ya. Entonces es bueno seguirlo. Mira, más allá está mi amigo David, con su mamá. David, ¡hola!

- Quédate conmigo. No te alejes, vamos despacio.

Elfer lo cogió de la mano y se quedó en silencio. Entonces vio a pocas personas vestidas de morado. También vio a unas mujeres que cargaban una imagen.

-Pero ésa es la virgen María - le indicó al hermano.

- Si pues, pero vete al otro lado y verás a Jesús. Pero no ahorita - lo retuvo con un jalón. Antes de llegar a la casa lo verás.

- Ya Luchín - afirmó. Y siguió observando a la gente, que se movía cómoda entre los grandes espacios que se formaban gracias a la no muy numerosa presencia humana. Vio de todo un poco: al hombre delgado y amanerado de mochila celeste tipo canguro, pantalones cortos negros y polo blanco con dibujos de hojas marchitas, espaciadas, que entrelazaba delicadamente su brazo con el de una amiga suya, siguiendo una complicidad que no comprendió, pero que parecía ser diferente, porque un muchacho se aventuró a registrarlos con su cámara; a unos vendedores de chifles, canchitas, gaseosas, ñutos, suspiros y rosquillas, pero no vio a nadie con un turrón en la mano; a una mujer que le recordó a su mamá, por lo linda que se veía, y que quizás por eso caminaba sola; a un niño un poco gordo sentado en su mecedora, observando igual que él, con el rostro inexpresivo y la boca cerrada, pero con los ojos ávidos de curiosidad; a una mujer gorda de blusa amarilla durmiendo en su mecedora con los cánticos y los pasos arrastrados de la muchedumbre, y a su hermana parada en el umbral de su puerta celeste, que esperaba ser vista para asustarle por su imprudencia y luego reír estrepitosamente; a una mujer que comía un chupete de aguaje en un descanso que se tomó, y que cuando se sintió vista, arrojó el palo con la despreocupación de las mujeres de su tierra; y a un grupo de hombres y mujeres apiñados afuera de una casa de cerco barnizado, comprando las semillas y plantones de algo que se conocía como la planta de la vida.

- ¡Qué desconsiderados son! – opinó Luchín. Esas pobres señoras no soportan el peso de esta anda. Y sin embargo, todos observan y nadie hace nada. Esta costumbre de mirar y no ver debe cambiar. La gente se duerme y no reacciona.

- No reniegues – comentó su amiga. Te apuesto que esas mujeres serán recordadas por su colaboración en estos momentos. Segurito que el cielo les espera.

- Ya vuelta ya – gritó Luchín. Bien buena te veo. Mira, felizmente vienen a reemplazarlas.

- ¡Uuuu! Medio frío hace, me hubiera puesto mejor la chompa.

- Deja ya de lamentarte  y sigue caminando. Quedan aún varias cuadras y vas a ver que te vas a calentar.

- ¡Ñaño, ñaño! David me está llamando. ¿Puedo ir?

- No hermano. Tú has venido conmigo y conmigo te tienes que quedar.

- Pero está con su mamá. Sólo un ratito…

- Está bien. Vete, pero me esperas paradito en el Jr. Inmaculada.

- ¡Ya! - aceptó, entusiasta. Corrió donde David y los dos se pusieron a conversar.

- ¿Sabías que Jesús murió dos veces? La primera vez fue en Abril y la segunda este mes.

- No, no es así. Jesús aun está vivo, sólo que una vez hubo un terremoto, y él lo paró. Es por eso que lo seguimos, para pedir que no haya más terremotos.

- ¡Ah ya! ¿Has visto que unos señores están descalzos?

- Sí, deben ser más humildes que yo, porque no tienen ni para las sandalias.

- Pobrecitos son. ¿Y has visto a ese hombre alto? Parece una jirafa chamuscada.

- Sí, y su hijo también.

         - ¿Hasta qué hora vas a caminar? Mi mamá dijo que cada vez que sigue al Señor de los Milagros, siente una fiesta en su corazón, y que por eso iremos hasta el final.

- Voy a ir hasta La Inmaculada. Mi hermano me dijo que le espere ahí.

- ¿Y dónde está tu hermano?

- Allá – respondió, apuntando firme con su dedo índice. Está con esa chica de rulos y lentes que bebe una gaseosa. Entonces los dos niños lo miraron:

Luchín estaba contento por la tranquilidad con la que se desplazaba la gente. No había nadie con aspecto de ladrón o manoseando a las chicas. Sólo vio a un borrachín que estorbaba a las mujeres que delimitaban el área alrededor del anda. No pudo evitar reírse al ver la desesperación en sus rostros, porque el borracho tiraba de un extremo y las desordenaba, y cuando trataban de acomodarse, volvía a jalar. Las mujeres, descontentas, le recriminaron su poco criterio. Pero lo hicieron suavemente, tal como el tiempo posterior a la lluvia que cayó ese día, que lamentablemente no fue como las lluvias legendarias de hace cinco años. Añoró que el agua luche por entrar en las casas y que los truenos truenen sin miedo. Recordaba la vez que iba en moto con su papá y vio cómo un hombre que sostenía unos colchones en un camión de madera sin puertas, fue elevado con uno de ellos por el cielo hasta caer entre las hierbas gigantescas cerca al aeropuerto. Pensaba en esta y muchas cosas más, hasta que cayó en la cuenta que había llegado al Jr. Inmaculada y que su hermano no lo esperaba donde acordaron. Asustado, corrió, acompañado de su amiga, que lo ayudó a buscar entre los motocars estacionados y entre los árboles. No lo encontraba por ningún lado, y su preocupación aumentaba a medida que oscurecía. Se imaginaba a su mamá, llorando por la pérdida de su hermano, y el padre molesto, pegándole por su descuido. No, no, esto no puede pasar - se dijo a sí mismo – tengo que encontrar a mi hermano, y cuando lo haga, ya verá. Siguió buscando, en los patios de las casas, en las tiendas y hasta en un bar. Por último, fue a un colegio cercano, y cuando estaba a punto de ingresar, escuchó la vocecita calmada de Elfer. Volteó raudo, y lo vio sosteniendo un mango a medio comer. Furioso, lo jaló de la oreja y le increpó que nunca más debe hacer eso, diciendo luego que en la casa le esperaría el verdadero milagro.

miércoles, 6 de octubre de 2010

DOS FELINOS

                    Entre mis sueños recordé al felino hemipléjico que tuvo que soportar dos días aciagos de gato agonizando por la copiosa cantidad de mordidas humanas de los últimos caníbales de la tierra, pero hechas con tanto ensañamiento, que parecían el trabajo de unos cuantos jabalíes, irónicamente respetuosos, con habilidades de moto y colmillos tan largos como los clavos usados para fijar calaminas. Al gato le restaba literalmente media vida, porque las patas traseras y la columna media se convirtieron en una larga cola que lloraba sangre. Pero, en el sueño, tenía la suerte contraria al sino de su destino y descansaba sobre un sofá, en la posición inversa, con las patas traseras formando un ángulo de treinta grados, apuntando hacia arriba y dando leves golpes en el espacio. Sus patas delanteras, más largas que las otras, que estaban extendidas en la casi perfección total, salvo por el pequeño ángulo formado por los codos, se suspendían en el éter, mientras que el rostro inclinado en sentido contrario a la dirección del viento era el fiel reflejo de su suspensión en el mundo de los sueños. Lo contemplé respirar por cierto tiempo. Luego lo vi abrir sus ojos ámbar y clavarme inmediatamente esa mirada penetrante que me causó pavor e hizo arrepentirme de no poder acompañarlo. Entonces desperté y, diligente, me aproximé hacia donde estaba Enrique, conversando con una mujer de falsa piel de marfil, que sonaba a muerte. Los vi murmurar, impávidos, algo intraducible, colocar un trapo de color rata sobre la cabeza del felino y coger una fina navaja, que lo fue despojando del excesivo pelaje blanco en las patas delantera izquierda y trasera derecha, en la última de las cuales se introdujo la sustancia de poder soporífero e inmediato resultado. Luego, la pata delantera demostró la vena del grosor de dos cicatrices, por donde corrió el líquido de óxido tierno y pálido, que se detuvo a un centímetro de su trayectoria. Como no podía transitar por el cauce sanguíneo, la mujer de mejillas color jamón se colocó el estetoscopio que, apoyado por tres dedos, y sobre todo por el dedo del corazón, se posó sobre el corazón del felino. Después cogió una jeringa casi tan gruesa como un frasco de goma y llena del líquido con sabor a tranquila desdicha. El corazón se empapó y sobrevino un largo silencio. Fue entonces que comprendí que no tendría una nueva ocasión para compartir el recipiente de comida y que, sola, apreciaría el mundo bajo la palmera.

sábado, 2 de octubre de 2010

¡Carolina!. No quiero volver a escuchar ese nombre. Es ella quien me ha sumido en esta insondable tristeza y me tuvo hospitalizado por varios días, sufriendo las heridas del desamor. Yo estaba tan enamorado y feliz, pero vino ella y causó revuelo en mi vida, arrebatándome el sosiego. Aun ahora puedo sentir su aroma a magnolias frescas y recordar sus intensos y carnosos labios rojos. ¡Ah!. Esos fueron los labios de mi perdición. Nunca antes un par de ellos provocó en mí tantas ganas de besarlos, de morderlos. ¡Y qué decir de su rostro!. Muchos hombres perdieron la cabeza al verla, al fijarse en sus pómulos rosados, en su tersa tez blanca, en su nariz tan fina y en sus pestañas tan coquetas y poderosas que, en complicidad con sus ojos celestes, podían decidir mí destino y el de mis congéneres: la vida o la muerte. Su cuerpo concentraba la deliciosa figura de las mulatas y la delicadez de las blancas. En nadie más se lucían mejor los corpiños y las blusas, ya sean holgadas o ceñidas. Los primeros sugerían las hermosas formas que los segundos dibujaban bien, sobretodo de ese par de senos turgentes, exquisitos, del tamaño ideal. Su cintura, por otro lado, representaba la gloria, el trofeo máximo. Muchas batallas se hubieran podido librar con un solo propósito: enroscar, atar, anclar los brazos alrededor de ella. Y sus piernas son otra razón para perder la cordura. Son largas y firmes, suaves al tacto, al igual que esas nalgas de locura. Nadie podía dejar de sucumbir ante tanta belleza. Nadie. Ni siquiera yo. Desde el instante que la conocí, caí rendido ante sus pies, pero ella no se inmutó ante mi temblor en las piernas, mi sudor frío o mi incapacidad de hilvanar las ideas frente a ella. Y luego de su rechazo sólo me quedó deshojar margaritas en el hospital de desahuciados.

domingo, 19 de septiembre de 2010

My sister's wedding

Para la noche ya había escampado y en la ciudad se había disipado todo rastro de calor, convirtiendo al salón del hotel más lujoso en el sublime refugio de aquella noche tan peculiar como especial. La futura esposa llevaba un vestido azul marino memorable y en su rostro se apreciaba un maquillaje sobrio e impecable, delatando las artes del estilista, quien tuvo que esforzarse para mantener inalterada la belleza morena de aquélla hermosa mujer. Todos los que estuvimos presentes caímos inexorablemente rendidos ante su gracia natural y su sonrisa nerviosa. Sus manos estaban decoradas por el cetro adquirido por elección: unas rosas aun sin reventar, del color del rubor de las niñas de corazón puro. El salón de lámparas blancas exhalaba el aroma de los lirios y las rosas, que eran rosados, blancos y violetas. Luego los novios se sentaron frente a la sabia funcionaria civil que se encargó de leerles las obligaciones que tendrían como marido y mujer y transmitirles, con algunas reprimendas por adelantado, la inmemorial sabiduría que les ayudaría a gobernar la vida en común. Después de esto, los aun novios se dirigieron a pedido suyo hacia el centro de la mesa, donde habrían de demostrar su voluntad de casarse y suscribir el acta de matrimonio. Y sobrevino el momento que arrancó el suspiro de las amigas aun solteras e hizo recordar a las ya casadas la lejana vez en que lo dieron: el beso y la colocación de los anillos. Entonces los ya esposos tuvieron la ocasión de expresar la buena ventura que vivían. Él se encargó de regocijar nuestros corazones y dibujar la sonrisa en nuestros rostros, cuando dijo que había contraído nupcias con la mujer de sus sueños. Ella, un poco tímida y aun conmocionada por las palabras de su consorte, agradeció a todos. Su parquedad la experimentaron también los padres del novio, quienes no pudieron expresar todos los deseos de su corazón sin ser atropellados por la tristeza y la alegría, todo junto. Pero nadie pudo sentirlos tanto como el padre de la novia, quien tuvo que hacer pausas largas en tres ocasiones, para evitar desfallecer. Fue la primera vez que no pudo valerse de la serenidad y fortaleza que le caracterizaron tanto en los actos públicos como en los privados a los que frecuentemente asistía. La expresión de dolor en su rostro era tan conmovedora, que tuvo que buscar a tientas el hombro de su mujer, sentada en una de las esquinas, con el vestido de jersey violeta pero con los ojos dilatados y de color carmesí.  Ella, a su vez, también con las pausas que parecían ser el patrón de la noche, agradeció la oportunidad de acompañar a su hija en una ceremonia tan especial, y dijo al esposo que era bienvenido a la nueva familia, que lo acogía con los brazos abiertos. Luego el maestro de ceremonias con la voz retumbante, invitó a los novios al centro del escenario, donde bailaron algunas piezas, encontrándose entre ellas la que se encargó de producir la magia que los unió en dos. Al ritmo de yo no sé lo que me pasa cuando estoy con vos, me hipnotiza tu sonrisa, me desarma tu mirada, los esposos, felices y radiantes, se apoderaron de la pista de baile, hasta que poco a poco fueron perdiéndose en la fiesta que hubo de durar dos días enteros y que movilizó a ambas familias en torno a su prosperidad eterna.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Dolor

Muchas personas me preguntan qué satisfacción puedo encontrar en el dolor. Yo sé que no me entienden, para eso sería necesario que hayan nacido en mi cuerpo. Sólo quizás así podrían comprenderme. El dolor forma parte de mi vida desde que nací y ahora no puedo vivir sin él. Lo necesito tanto como el aire o el alimento diario, y lo llevo conmigo como cada uno de nosotros trae a su alma, a su sombra. Claro que para mí es un elemento más. Está presente, aunque no lo pueda ver. Pero sí lo puedo sentir, y eso me reconforta. Cuando no lo aprecio, siento que he desperdiciado el día. Claro que muchas veces me debilita o pone sombrío, pero lo amo más que a los denominados sentimientos positivos que también experimento cotidianamente. ¡Entiéndalo ya!, a esos no los necesito, no los deseo. Sólo la tristeza, la soledad y sus manifestaciones tanto física como espiritual me motivan. Aunque, de los dos, me es más entrañable el dolor espiritual, porque es insondable y porque, en las ocasiones que trasciende al nivel físico, no lo hace dos veces en la misma parte de mi cuerpo. A veces se revela en mis ojos (sobre todo cuando están cansados de llorar o gimotear), otras veces en los hombros, en el estómago o en las piernas. No entiendo qué mecanismo utiliza para elegir el órgano en el que se manifestará, pero ¡vaya que me sorprende!. Supongo que primero ingresará en mi cerebro, y éste elegirá, al azar, el destino y recipiente, el continente de mi dolor espiritual. Esto me hace feliz, porque es como jugar a la ruleta rusa. Tampoco estoy seguro si uno reproduce la misma intensidad del otro. Algunas veces me pareció que no. He tratado de estar vigilante, y distinguir cuál de los dos es más intenso. No me ha sido fácil, porque cuando los dos están presentes, uno predomina y anula al otro. Sin embargo, ahora que lo examino, me doy cuenta que el espiritual es más fuerte, definitivamente. Si hubiera una batalla entre los dos, la ganaría este último. Pero, aunque disfruto más de uno de ellos, amo a ambos. He descubierto el placer que hay en cortarse la yema de los dedos con una fina navaja. Puedo sentir cómo se traza un surco en mi piel, que se destruye poco a poco, pero da paso a la sangre, que comienza a brotar, tan roja, tan cálida, tan deliciosa. Mis ojos se obnubilan al verla descender por mis dedos y discurrir por mis brazos. Me gusta sentir su saborcito salado en contacto con mis labios. Pero eso ocurre en situaciones extremas. Normalmente me contento con dolores intensos en el cuerpo, sin necesidad de flagelarme. Sólo recurro a ello cuando el dolor espiritual no es tan acogedor, cuando se vuelve nulo. Así puedo recordarme que estoy vivo, que todavía siento.

La fuente primigenia de mi dolor siempre he sido yo, porque sólo yo lo busco y lo disfruto de esa manera. Pero, gracias a Dios, algunas personas se han encargado de alimentarlo en momentos cruciales. No estoy molesto con ellos porque, como les dije, mi gozo es particular, necesario y porque la soledad siempre estuvo presente. Lo que ellos sí hicieron, es ayudarme a acentuar, definir mi predilección. En especial la chica de cabello castaño ondulado con la que comparto mis días. Nos unimos por necesidad. Yo pensé que así podría espantar la soledad que siempre me ha embargado, y ella quería demostrar a sus padres que no sería tan desdichada como ellos predijeron. ¡Pero claro que sus padres no se equivocaron!. Fuimos enamorados por un tiempo casi extenso y al final nos casamos, pero nuestra noche de bodas no se consumó hasta muchos años después, cuando decidimos tener un hijo. Aparte de eso, no hemos tenido ningún tipo de contacto físico. Al principio yo lo intentaba, quería lograr que ella espante su tedio, pero no pude hacerlo. Cada vez que yo intentaba soprenderla con un detalle, cocinar algo rico, ella me frenaba, diciéndome, sin levantar mucho la voz, pero con la suficiente energía para entender claramente el mensaje, que nunca comería lo que yo prepare. Entonces, con su comportamiento, trazó el camino que ahora ambos recorremos, ya sin marcha atrás. Ambos trabajamos en lugares diferentes, pero siempre la dejo en el trabajo, la busco para almorzar juntos y paso a recogerla para regresar a la casa. Incluso, me quedo despierto a su lado cuando ella tiene que revisar algunos trabajos. Pero, aparte de eso, no compartimos nada más. Dormimos en habitaciones separadas y asistimos solos a las reuniones o fiestas que organizan nuestros amigos. En alguna ocasión le propuse ir juntos, pero siempre me ha dicho que eso no ocurrirá. Una vez la llevé a la fuerza a un hermoso centro recreativo, ubicado a muchos kilómetros de donde vivimos, pero esto fue un gran error. Todo el viaje renegó, e incluso me dio algunos golpes en el brazo y en el hombro, leves, como los que dan las mujeres, pero lo suficientemente claros para entender su disgusto. No disfrutamos el paseo y tuvimos que regresar. Hemos tenido varias situaciones como esa. He pensado en recurrir a terapia, pero su actitud lo hace imposible. Pensé en conversar con su mamá, quien aun está viva, pero también es una mala idea. Su mamá nunca estuvo de acuerdo con nuestro matrimonio. Y recurrir a ella es como satisfacerla. Sin embargo, no puedo separarme de mi compañera. La necesito y necesito más a nuestro hijo, con el que poco a poco estoy desarrollando una relación afectiva. Para ser sinceros, dudo que las cosas vayan a cambiar. Por eso, es mejor que siga consumiendo mi dolor.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Fragmento

¡Bésame!, susurró -mientras la bata rosada trasparente se deslizaba por sus piernas y caía en una de las esquinas de la cama-, necesito sentir que soy la mujer para ti. Alejandro, que estaba sentado en un antiguo sofá ubicado en una de las esquinas, no dudó en hacerlo y se acercó raudamente. Pasó su brazo por su cintura, la abrazó con fuerza y la besó apasionada pero lentamente. Su boca se movió alrededor de la de Rossana, recorriendo cada centímetro, sin dejar ningún espacio inexplorado. De repente, él apartó sus labios algunos centímetros, haciendo una pausa pequeña, para besarla después repetidas veces, con avidez, como si la vida se fuera a acabar en cualquier instante. Rossana reaccionó con gestos de placer. Sus gemidos eran suaves, secos y no muy prolongados, pero bastantes cargados de erotismo. Pasó sus brazos por el cuello de Alejandro, quien seguidamente la cargó y recostó delicadamente en la cama blanca y suave. Observó todo el esplendor de aquél cuerpo canela claro y se recostó sobre ella, besándola intensamente, mientras las yemas de sus dedos transitaban por sus piernas y abdomen, hasta colocarse sobre sus manos y estrecharlas. Le dijo bajito que siempre había esperado este momento, que ella era la única mujer capaz de calmar su sed. Entonces el abdomen de Rossana se levantó y descendió levemente, formando una especie de ola. Rossana soltó uno a uno los botones de la camisa blanca de su amante, pero no la retiró: sólo la dejó abierta. Después aflojó su cinturón y le quitó luego el pantalón azul marino. Entonces le dijo que está autorizado para ingresar. Alejandro no pudo resistir, apagó la luz y en la casi total penumbra se volvieron a besar, con frenesí. Y en ese instante los dos cuerpos fueron uno solo. Sólo los quejidos y suspiros esporádicos interrumpían el silencio que imperaba en la habitación. El tiempo, a su vez, era marcado por los movimientos de aquéllos cuerpos ahora en perfecta comunión. Había mucha pasión, mucho ímpetu. Pasó cierto tiempo y no pudieron contenerse más. La pasión llegó a su clímax y experimentaron un sublime placer. Luego vino la petite mort, y ambos se recostaron en la cama. Alejandro la volvió a abrazar, mientras acariciaba los cabellos de la mujer de su vida. Y ella se sentía amada y feliz. Entonces ella empezó a contarle algunas historias, y apoyó su cabeza debajo del brazo extendido de él, hasta que ambos se quedaron dormidos, más unidos que nunca.

domingo, 5 de septiembre de 2010

Walnut

El restaurante. Los meseros mexicanos y un peruano, Camuti, se acercaban a almorzar. Ellos hablaban en mexicano. Camuti no entendía nada y los consideraba ignorantes. Los miraba por debajo del hombro. No participaba. Apareció Walnut. Era alta y mayor que él. Blanca como la nieve. Había subido bastante de peso. Cogió un plato hondo blanco y se sirvió enchiladas. Comía en silencio, en una esquina de la mesa. No quería conversar con nadie. Pensaba lo mismo de los mexicanos. Les parecían despreciables. Camuti la miró y notó cómo los años y el desvelo la habían vuelto poco atractiva. Su rostro angelical y los profundos ojos azules habían perdido un poco de su encanto. No obstante, decidió hablarle. Le dijo algo en un francés masticado. Walnut se sorprendió y lo miró con entusiasmo. Salut!, respondió. Le preguntó en inglés de dónde provenía. Qué hacía. Dónde vivía. Él respondió cada una de las preguntas. Luego ella le dijo que era recepcionista/mesera/chofer en dicho resort y que debía volver a su otro puesto de trabajo. Que había mucha gente. Se despidieron, sin mayores expectativas.

Pasaron varias semanas. Camuti disfrutaba de trabajar en dos lugares diferentes y distantes. Cada persona que conocía era peculiar. Le gustaba saber sus historias, descubrir nuevas formas de concebir la vida. Ver cómo se comportaban. Camuti, en aquél entonces, era pasional y muy práctico. Expresaba cada una de sus opiniones sin preocuparle la reacción que causaban, y vivía a plenitud cada uno de sus sentimientos, ya sea que fueran tristes o alegres, con mucha intensidad. No tenía la necesidad de estar con alguien. No le interesaba. Era un aventurero. Se volvieron a ver y conversaron un poco más. Así él supo que ella provenía de otro continente. Quedaron en tener una cita, para el jueves próximo. Ese día, Walnut le llamó al otro trabajo. Dejó un mensaje. Dijo que estaba en San Francisco, que fue a recoger a una pareja que llegaba de New Orleans, que regresaría muy tarde y que no podrían verse. Él no se inmutó. Total, estaba muy feliz con las cosas conforme sucedían.



Ronnie, el boliviano, pasó por su casa y recogió a Camuti. Fueron juntos al trabajo. Se habían hecho muy amigos. Con nadie más sentía que la conversación era tan fluída, tan natural, como si se conocieran desde niños. Era el amigo que necesitaba. El compadre, el compinche. Ronnie conocía a Walnut. Ella salía con su roommate, Alfredo, quien estaba totalmente enamorado de ella. Ya en el resort, Walnut apareció nuevamente por la cocina. Buscaba desesperadamente a Camuti. Se acercó a conversar con él y con Ronnie. Les comentó sobre el tiempo, que estaba muy agradable, que era un día de primavera y que el sol alumbraba con toda su plenitud. El frío había disminuido, podía andarse en mangas de camisa. Luego se fue. Volvió a la recepción. Ronnie le dijo a Camuti: Compadre, esa mujer quiere estar contigo. Camuti respondió que no la encontraba bonita. Él le dijo, que no, que eso no importa, que salga con ella. Pero le comentó también que salía con Alfredo, el otro boliviano y que él también trabajaba ahí, en otra área, y que era mejor que sea cauteloso. Repitió todo eso como cinco veces seguidas. Logró convencer a Camuti. Antes de salir del trabajo, él pasó por recepción, vio que Walnut estaba sola, hablando por teléfono, sentada. Se acercó, le quitó el teléfono de un solo golpe, lo puso al costado y la besó apasionadamente. Ella se quedó asombrada, desconcertada. Estuvo callada por un momento, asimilando lo que había sucedido. Luego esbozó una lenta sonrisa de satisfacción en los labios. Sintió que Camuti era lo mejor que le había pasado en los últimos doce meses. El aventurero se despidió, le dijo que se verían la próxima semana. Se fue con Ronnie.

En los días siguientes, Camuti se sorprendía a sí mismo pensando en ella. La extrañaba. Se vieron en dos semanas. Se fueron a la ciudad cercana más grande, a dejar a otros pasajeros que iban a Nueva York. Luego fueron por una calle. Ella paró. Le mostró un teléfono público. Le dijo que desde allá le llamó cuando no pudieron verse. Volvieron al carro. Volvieron rápido al resort. Mientras ella manejaba, él no dejaba de besarla. Había mucho romance en el ambiente. Se besaron hasta que se quedaron sin energías. Walnut puso en la radio un bolero, Bésame mucho, en una versión inédita, interpretada por una cantante que pronunciaba un español difícil, pero con mucha emotividad. Camuti estaba extasiado. Regresaron al resort y ella le dijo que le espere. No podía decirlo bien, porque quería expresarlo en su idioma natal, y le costaba trabajo decirlo en inglés. Él espero. Ella volvió con unas llaves. Eran las llaves de una habitación. Se metieron a hurtadillas. Hicieron el amor salvajemente. Luego se acostaron. Pero él decidió irse. Era un aventurero. Al salir, cogió algo de la refrigeradora y se paró en la carretera, esperando que alguien lo lleve hacia donde vivía, a una hora y media de allí. Al día siguiente se vieron. Camuti le comentó que se mudaría donde los bolivianos, que sus amigos ya se habían ido y que la casa estaba pagada hasta fin de mes, que él se quedaría una semana más, antes de regresar a su país. Él ya había conocido a Alfredo, quien quería ser amigo suyo, pero Camuti se resistía. La conciencia lo traicionaba. Alfredo le dijo un día antes que se mude con ellos, que no había ningún problema. El aceptó, por compromiso. Pero al día siguiente Walnut le propuso vivir juntos. Camuti no lo pensó dos veces y aceptó.

El día de la mudanza, Walnut le ayudó a colocar todas sus cosas en el auto. A las seis de la tarde ya tenían todo listo. Cuando estuvieron a punto de irse, se besaron, pero ambos sentían que algo extraño sucedía. Voltearon la mirada. Vieron que un auto doblaba por la entrada. Era Alfredo. Él los vio besándose. Walnut se acercó hacia el carro de Alfredo. Quiso hablarle, pero él no dijo nada. Luego volvió, le dijo a Camuti que se acerque, que era mejor que hablen. Camuti se acercó a la puerta del auto, sin miedo. Alfredo lo miró. Había una bien disimulada tranquilidad en su mirada. Luego le preguntó: ¿Porqué?. Él dijo que necesitaba mudarse. Volvió a preguntar por qué y Camuti le inventó una excusa, que no quería gastar en taxis y que preferiría vivir cerca al trabajo. Alfredo arrancó el auto y se fue.

Llegaron al resort. Walnut le dijo que había hablado con el dueño, pero que no pudo conseguir ningún descuento. Pese a ello, deseaba pasar los siete días con Camuti y decía que no existía precio que le impidiese hacerlo. Luego tendría que trabajar mucho para poder pagar ese monto, pero por ahora era mejor no pensar en eso. Se instalaron en la habitación que sería el mejor testigo de dicho romance. Pasaron los siete días juntos. Se amaron demasiado. Walnut le enseñó a amar de una forma que él no conocía, con un método que ella había desarrollado y que era mucho más placentero que basar el sexo sólo en el coito. Le hablaba de casarse, de vivir juntos, para siempre. Camuti no atinaba a decir nada. Era muy joven y esa idea simplemente no cabía en su cabeza. El solo hecho de pensarlo lo estremecía. Al día siguiente se fueron de viaje, recorrieron por un día entero la ciudad que más le fascinaba a ella. Visitaron sus lugares favoritos. Lugares mágicos, como sacados de cuentos de hadas. Ella le explicaba la ciudad, a la par que le transmitía todo lo que había aprendido de los diferentes viajes que había hecho, de toda la gente que había conocido. No obviaba ningún detalle. Por momentos parecía una profesora enseñando a un niño de primaria. Un niño que la observaba asombrado, ávido de conocimiento. Al anochecer, retornaron a la habitación. Siguieron amándose incansablemente. Cada noche parecía más intensa que la anterior. El amor crecía cada vez más, parecía no tener límite.

Hasta que llegó el séptimo día. El inevitable día en el que tendrían que separarse. Por la mañana fueron a dar un paseo por una ciudad cercana. Él tomaba fotos a cada instante. Quería tener un registro de todo lo vivido. Walnut, en cambio, prefería observar. Así se aseguraba de que todo se almacenase en su memoria, donde ella decía guardar los mejores recuerdos. Por la tarde ella lo llevó al aeropuerto. Hablaban bajito y estaban absortos, alejados de la realidad. Llegó el momento en que Camuti debía tomar el avión. Walnut lloraba. Camuti se mantenía en silencio. Le pedía que se calme. Prometía escribirle. La aeromoza anunció que el avión iba a partir. Camuti se vio obligado a subir. La abrazó tan fuerte que sintió que se le iba la vida. Luego subió al avión, lloró en silencio y la extrañó eternamente.