O DESEJO SE CONFUNDE
- ¡No hay nada que se pueda hacer!,- sentenció ella, totalmente calmada, con algunas lágrimas secas en las mejillas. Ya han pasado quince años desde que abandoné la casa y el destino azaroso me mostró este estilo de vida, que me ha dado algunas satisfacciones, dijo, después de pasado el efecto liberador que produjo la lluvia de lágrimas y sollozos en el cuarto de maderas desvencijadas y desvaídas, como lógica consecuencia del abrazo cálido, fraternal y franco que se brindaron Tartaruga y Xiquinha al reconocerse como hermanos, aquél revelador y caluroso viernes de agosto de hace muchas décadas.
- Me llamo Marité Oliveira, aunque me conocen como Xiquinha-, respondió ella, con una amplia sonrisa, luego de que Tartaruga, o Joao Oliveira, con mucho temor, le preguntara quién era-. Mis padres, Luciano y Fernanda, viven en Xará, -prosiguió, sin incomodarse por la curiosidad de su amante, después de que él se ubicara en el banco crema, dispuesto a dar rienda suelta a sus pasiones-. En efecto, desde el banco en donde, al igual que él, se sentaron varios hombres hirviendo de amor, observó el delicioso cuerpo moreno de senos turgentes y bundas que son demais, parcialmente cubiertos por una blusa rosada semitransparente que se extendía hasta el inicio de las caderas. Observó también un rostro risueño, sin arrugas pero con cierta expresión de cansancio, y al mirar sus ojos prietos y lozanos, descubrió un resplandor familiar que lo sacudió y sumergió en un mar de dudas. Entonces lanzó esas preguntas y perdió toda la prestancia que Xiquinha hubo de descubrir después de levantarse de la cama de forro amarillo y sábanas blancas para abrir la puerta y notar que era él quien había llamado. Antes de invitarlo a pasar, se fijó en los zapatos contrastantes con el haz de luz. Lo examinó de abajo hacia arriba, y reparó en el cuidado con el que eligió sus ropas y el ímpetu con el que quería desvestirla y amarla. Notó también cierto brillo en sus ojos, pero lo atribuyó a la fiebre del deseo. Y no se equivocó. Tartaruga ardía de deseo desde que supo que una brasilera como él vivía en la ciudad Champiñón, ese lugar tan distante de su patria querida y mágica.
La necesidad de comprobar si la mulata prodigiosa era capaz de producir tanto placer, lo motivó a pararse ante la puerta que estaba al final de la segunda fila de los cuartos, en la amplia hacienda con techos a dos aguas donde se resguardaba a las que alguna vez fueron chicas de buen vivir. Antes de dar con la habitación número doscientos que le indicó la mujer pelirroja y de risa estridente a cuya puerta fue a parar después de tres intentos fallidos de dar con Xiquinha y de haber recorrido los largos pasillos, escuchó al hombre gordo y desdentado que se ubicaba en recepción responder afirmativamente a la pregunta que le hizo cuando le inquirió si la encontraría a las cuatro y media. Para ese entonces ya habían transcurrido algunos minutos de haber descendido del taxi que lo condujo por las calles sinuosas, ubicadas a varios kilómetros del hotel venido a menos y de la habitación doscientos cinco, en cuya cama se sentó a cavilar después de haber tenido aquél sueño reparador en el que se perdió entre bosques y dio con una mujer fuera de este mundo, que parecía una diosa por la sabiduría con la que amaba, como lo demostraba la interminable fila de duendes que esperaban embobados y hechizados al igual que él. Estas imágenes poblaron su mente por dos horas, desde el instante en el que se echó a descansar, vestido con el pantalón azul marino y la camisa azul de flores amarillas, perfumado y algo cansado, quizás a consecuencia del opíparo almuerzo, el único alimento que se sirvió el viernes, cuando ya se habían extinguido las energías que le brindaron pensar en el amor rentado. Bajó las escaleras, cruzó la calle adoquinada y se dirigió hacia el restaurante que equidistaba veinte metros del hotel y la plaza mayor. La larga sobremesa que le permitió observar a los hombres y mujeres que circulaban, algunos presurosos, otros calmados, pero todos soportando el calor como pudieran, se inició después de que la mesera apareciera para recoger los platos vacíos, que veinte minutos antes estaban llenos del delicioso lomo saltado y la refrescante chicha morada que consumió mientras se imaginaba el encuentro con Xiquinha.
- He deseado este encuentro desde hace un mes y medio, manteniéndolo en secreto, ocultándolo de mi esposa y gestándolo sin la complicidad de algún amigo. Sé que no habrá otra mujer capaz de brindarme las caricias que ella me dará – reflexionó, logrando ahuyentar de la mente la imagen perturbadora que le produjo la mesera de lindos ojos celestes, cabello azabache y cuerpo pequeño y delgado pero bien formado, cuando se aproximó con pasos cortos y presurosos trayendo su pedido. Ahí la observó con detenimiento, más que la primera vez que se acercó para saludarla con una sonrisa amplia y preguntarle, con una peculiar timidez, qué pediría. Pero antes de eso, movió de su sitio la pesada silla de metal pintada de blanco y se levantó, dejando atrás uno de los pocos lugares privilegiados por el frescor. Sus pasos lo condujeron por las calles más transitadas de la ciudad Champiñón, que en ese momento era mucho más pequeña y menos ajena que en los tiempos actuales. Se divirtió visitando las tiendas nuevas y apreciando las pocas novedades que, en comparación con las que había en el pequeño pueblo donde vivía, en un afluente del Ucayali, resultaban ser espectaculares. Su mente divagó, él sonrió en muchas ocasiones, como lo hizo en la mañana, apenas despertó, a las nueve aproximadamente. Contraria a su costumbre, no encendió la pipa que fumaba dos veces al día, al amanecer y después de cenar. En cambio, se dirigió hacia el perchero, buscando asegurarse que las ropas que se pondría en un momento estén aún en su lugar, y que su billetera tenga el dinero con el que pagaría no sólo los favores de Xiquinha, sino que servirían también para invitarla a una cena romántica, porque quizás éste sería el inicio de varios encuentros amorosos. Había pensado en eso incluso la noche anterior, cuando jugaba a olvidarse eso que ya sonaba a estribillo, y volver a recordarlo, y nuevamente olvidarlo, para rescatarlo de la memoria una vez más, aunque en el repetitivo juego vaya perdiendo su sentido. Pero Tartaruga sabía que no se trataba de una cuestión banal: el encuentro con Xiquinha sería una forma de unirse con la patria lejana, a la que no puede volver porque el dinero que gana como agricultor no le alcanzaría para viajar por varias semanas con la esposa y los dos hijos, y porque había perdido todo tipo de contacto con sus padres, que no sabía si vivían o no, y sus seis hermanos, cuatro varones y dos mujeres.
Once horas antes del encuentro con su hermana, Tartaruga arribó, provisto de la suficiente ropa para quedarse tres días, en los cuales, según le dijo a la esposa, tendría algunas reuniones con extractores de caucho, el negocio del futuro, según sus propias palabras. Y como se trata de una reunión de negocios, es mejor que vaya solo, concluyó. En su gran shicra tejida trajo tres pantalones, dos de dril, de colores gris y azul marino y uno de algodón, que pareció haber sido negro. Trajo también dos camisas, una negra de material sintético y otra azul con flores amarillas, esta última de chalis, más un polo de algodón, color natural. Guardó también, con parsimonia, sus calzoncillos, a los que separó con un papel del par de infaltables sandalias y los zapatos negros, lustrados con fervor. Con ese ligero equipaje arribó después de un viaje de nueve horas, por selvas interminables y ríos que cambiaban de color cada cuatro horas y se ensanchaban a medida que se acercaban al Ucayali. El viaje en bote a motor no tuvo mayor contratiempo: sólo se alteró por el pensamiento fijo en Xiquinha, quien a esa hora descansaba en su pequeña casa alejada de la ciudad, porque tenía el día libre. Se agenció de todo para no salir de ahí todo el día entero, para reposar de tantos amores fugaces que le ayudaban a olvidar la desdicha de no haber encontrado el amor verdadero. No estaba triste, tampoco alegre: su ánimo era sosegado. Fue sosegado desde muy temprano, desde que se despertó y desperezó en una cama idéntica a la que tenía en la hacienda, pero con forro blanco y sábanas con bordes rosados y rosas azules y rojas. Luego se levantó y dirigió hacia la ducha que estaba en la parte posterior de su casa de una sola planta. Sintió descender el agua tibia, sin pensar en nada. Se secó y vistió lentamente y, como era hora de almorzar, frió un plátano maduro, al que acompañó con una pequeña porción de dorado frito, fréjoles, arroz y fariña, más un refresco de mandioca. Los comió lentamente, mientras veía, desde la ventana, pasar lenta y pesadamente a las nubes que iban hacia el oriente, y ahí pensó en su familia. Los recordó sin nostalgia, como en una nebulosa, pues los años fueron borrando los rostros de sus seres queridos y la manera de ser de cada uno, aunque, por algunas punzadas que espaciadamente sentía en el corazón, sabía que algo muy fuerte los había unido antes. En fin, los recordó, sin emitir suspiro alguno. Como el clima no era cálido, no fue necesario que agarre el abanico de mimbre ni que se siente en la mecedora bajo el árbol de guayaba, al fondo de la casa.
El clima era agradable, como para descansar por unas horas. Se echó, durmió y soñó. Soñó con los adolescentes traviesos que la timaron y le dieron unos paquetes cuadrados de greda, haciéndole creer que eran los jabones que ella demandó como precio para unos minutos de placer. Eu trabalho para o governo, -balbuceó luego, mientras soñaba con los soldados del ejército, con los que se acostó por cinco meses, mientras se les confió el resguardo y mantenimiento de la novísima carretera de tierra, antes de que llegue la empresa que la tuvo en concesión por algunos años. Cuando eran las siete de la noche, se despertó, algo cansada. Se sentó sobre la cama y respiró tres veces, mientras volvía en sí. Tuvo ganas de encender un cigarrillo y se dirigió hacia su pequeña cocina. Prendió un fósforo y se ubicó bajo el umbral sin pintar de su puerta barnizada, donde fumó despacio, disfrutando cada bocanada, hasta que se acabó. Sintió sed y se sirvió el agua de pozo que reposaba en la tetera, dos, tres veces. En el camino de regreso hacia la mesa, encendió una lámpara alimentada por kerosene. La posó en una de las esquinas de la misma. Retiró los platos sucios, que también estaban ahí, y los apiñó sobre el lavatorio. Volvió a la mesa y agarró un paquete de casinos. Jugó solitario y luego se leyó la suerte, sin suerte. Un poco aburrida, se levantó y fue hacia el lavatorio. Lavó los platos de ayer y hoy. En ese momento sintió ganas de ir al baño, y aprovechó para ducharse, sin mojarse los cabellos negros y ondulados que recogió en un nudo rápido. Se secó y puso la blusa blanca del mismo diseño que Tartaruga vio al día siguiente, repetida en la blusa rosada. No utilizó sostén, pero sí un calzón blanco. Como ya eran las nueve de la noche y no había otra cosa que hacer, decidió dormir. Al día siguiente la despertó una amiga, quien trajo la leche, el queso fresco y unos cuantos panes. Se vistió rápido, se lavó la cara y los dientes y abrió la puerta. Mientras desayunaban, conversaron sobre el enamorado de ella, quien quería casarse al inicio de la época de lluvias, que era la más fresca. Se emocionaron con la idea y gritaron como dos locas por un breve lapso. Xiquinha dijo luego que la ayudaría a elegir el vestido de novia y que quería ser su madrina. Ambas asintieron y la imaginaron caminar sobre la entrada de madera y subir las dos gradas al final del pasillo de la amplia y antigua iglesia del barrio El Dorado, que tenía varias ventanas pero por donde muy pocas veces ingresaba el viento. Conversaron luego sobre la noche de bodas, que sería en Punta Cana, como lo decidió el futuro esposo, aunque Xiquinha le recomendase que fueran a Brasil, que es el mejor destino para consagrar el amor. Luego la amiga sintió curiosidad por la soledad de Xiquinha, quien le dijo que no había razón para preocuparse o apurarse, que recién tiene veinticuatro años y que el amor ya llegará, o que quizás no llegue nunca, pero que era mejor no perder el control. Se desperezó sobre la silla y fue después hacia el árbol de pomarrosa que estaba al costado derecho de su casa, cogió un fruto que limpió con su polo amarillo y lo devoró con cinco mordiscos. Volvió a la puerta y vio a la amiga que aún estaba sentada, distraída con las cartas. Le preguntó qué harían ahora, que ya eran las once y media. La amiga le dijo que vayan hacia el centro de la ciudad, a almorzar en el restaurante privilegiado por el frescor. Xiquinha se duchó y cambió rápido, y cogió el bolsón donde estaba el traje rosado y los cosméticos. Ambas salieron. Tomaron un taxi y luego de media hora se ubicaron en el segundo piso. Comieron dorado en salsa de camu camu y refresco de durazno, mientras observaban a los transeúntes.
- Tengo que irme-, dijo la amiga, después de una hora y media que salieron de la casa de Xiquinha. Me esperan en la casa de mi novio, es el cumpleaños de mi futura suegra. Xiquinha dijo que no había ningún problema y le dio un beso en la mejilla. La amiga se fue y ella tomó el taxi que la llevó hacia el otro extremo de la ciudad, a la hacienda que era su segunda casa. Ahí vio al hombre gordo y desdentado, y se acercó traviesamente. Cogió con ambas manos sus mejillas y le dio un beso sonoro en la boca. Salió de la recepción con una retumbante risa. A unos metros vio a Melania, quien estaba en su cuarto, con la puerta abierta y recostada sobre la cama. Entonces entró y se echó a su lado. Melania agradeció la compañía, mientras compartían algunos chismes del trabajo. Se quedaron dormidas después de una hora, hasta que el hombre rechoncho y petiso, quien quería asegurarse que cada una estuviera ubicada en el cuarto que les fue asignado, las vio dormidas, a las tres y media. Las despertó con bruscas caricias en los senos, y les dijo que era hora de alistarse. Salió del cuarto, y Xiquinha tras él, para ubicarse en su habitación, al final del segundo pasillo. Se volvió a duchar y secó rápidamente. Se puso entonces el traje rosado y se maquilló rápido, pintándose los párpados de rosado y los labios de rojo intenso. Se echó además unas cuantas gotas del perfume floral que le regaló su amiga, la comprometida. Como aún quedaban algunos minutos, cambió el forro de su cama, colocó el banco crema cerca de la puerta y ordenó algunas cosas. Luego se sentó en la cama, hasta que escuchó tres golpes fuertes en la puerta. Se levantó y abrió. Vio a Tartaruga, delgado, con los músculos bien definidos por la ardua labor en la chacra, moreno como ella y con el brillo del deseo en los ojos.
- No hay nada que se pueda hacer - dijo Xiquinha. Ya han pasado quince años desde que abandoné la casa y el destino azaroso me mostró este estilo de vida, que me ha dado algunas satisfacciones.
- ¡Pero claro que se puede hacer algo! – repitió su hermano, apesadumbrado por las palabras que escuchaba. Puedes vivir conmigo, mi esposa y mis dos hijos, en mi amplia casa allá en la chacra. ¡Mi hermana querida!, nunca pensé que te encontraría en un lugar distante, y mucho menos con este tipo de oficio - concluyó, con desprecio. Maldigo haberte mirado con deseo. Vamos, ven a vivir en mi casa. Allá tendrás una nueva oportunidad.
- ¡Pero no quiero una nueva oportunidad!- dijo la hermana, con firmeza y terquedad. Joao, escucha, han pasado quince años y no encuentro nada que nos una. Aunque tenga este oficio, vivo en la ciudad. Mudarme al campo no es algo que quiera hacer. Además, soy adulta.
- No puedo creer que seas tan obstinada - dijo Tartaruga. Este estilo de vida no te conducirá a nada bueno. Es denigrante. Os nossos pais não ficaram orgulhosos.
- Me imagino que no lo serán hace mucho – sentenció Xiquinha. Pero no lo hago para que se inflen el pecho. Se quedó callada por unos instantes, y luego prosiguió: No recuerdo a nuestros padres, no siento nada por ellos.
- Muy bien, quizás el tiempo haya jugado en tu contra, pero ahora me tienes a mí, tu hermano, dispuesto a ayudarte. Hazlo por mí, por ti.
- No trates de modificar las cosas, -respondió Xiquinha, iracunda-. Si quieres, puedes venir a visitarme. Te puedo dar la dirección de mi casa, donde podrás quedarte unos días, pero no más. Eso es lo único que te puedo prometer.
- ¡Marité, recapacita! Esto no es vida. ¿Cómo puedes molestarte con tu hermano? Yo sólo pienso en ayudarte. Voy a dejar que te calmes y reflexiones. Búscame el sábado, para conversar. Estoy hospedado en La Concordia, en la habitación doscientos cinco, y me quedaré hasta el domingo a las siete de la mañana.
- Listo - dijo ella, para dar fin a una conversación infructuosa. Retornó hacia la puerta y allí se detuvo, mostrando el camino al hermano-. Iré el sábado a las cinco de la tarde.
Tartaruga salió, sin mucho aplomo, arrepintiéndose para siempre de no haberla llevado a la fuerza, porque el tiempo se encargaría de confirmarle que la hermana no iría a verlo.