¿Qué pensamos cuando queremos dar un paseo sobre el lago de Yarinacocha?- me pregunté, mientras que con algunos turistas nos dirigíamos a nuestro emblemático lago. Y la respuesta fue: respirar aire puro, ver especies forestales, observar a los escasos pero graciosos bufeos, o alegrarse pensando que aun pueden existir diferentes formas de vida dentro de sus aguas. Sé que mis amigos se quedarán maravillados, seguí pensando, con una sonrisa en mis labios. Pero la realidad fue totalmente contraria.
No se sabe desde cuándo ni cómo, pero el pasado domingo de enero fue uno de los días que conformaron, y conforman, la cadena de horas que la muerte eligió para mostrarse sobre nuestro lago, aquél que nos da vida. Sólo que en esta ocasión no cubrió con su manto a otros seres humanos, quienes son de algún modo capaces de defenderse. En cambio, su aciago y burlón rostro, como un interminable espectáculo que llena las horas que existen entre amanecidas y puestas de sol, adoptó un gesto de amargura e hinchazón, esta vez en los cuerpos de seres indefensos. En efecto, suavemente mecidos por las olas causadas por los barcos, varias decenas de turushuquis grandes y medianos, flotaban inertes.
Y esto a escasos metros del puerto, donde abunda la presencia de gente.
Fue inevitable entonces no conversar y lamentarse sobre la progresiva ausencia de vida alrededor nuestro, brillando con el sol de la tarde. Para muchos de nosotros, la tristeza se hizo más honda, porque comprendimos que estamos alterando el medio ambiente a una velocidad mucho más rápida de lo que podríamos pensar. Todos sabíamos de antemano que existía algún tipo de contaminación sobre Yarinacocha, y que las especies acuáticas se alejan cada vez más, pero nunca imaginamos que llegaríamos a este extremo: tener que codearnos con la muerte, palpar su aroma y sentir su presencia. Ninguno de los que estuvimos en el barco apreció antes esta realidad sobre nuestras aguas, transformadas totalmente en pocos años. Comenzamos a barajar posibilidades, y nos quedamos con la que nos pareció más lógica: el irresponsable envenenamiento de peces con barbasco u otra sustancia, como supuesta mejor forma de pescarlos. Y en ese momento el motorista nos dio algunos detalles que podrían contribuir para descifrar la verdad: todo indica que esta especie, que habita en los afluentes o ríos cercanos a nuestro lago, fue arrojada allí por alguien que, asustado por la voz de su conciencia, quiso deshacerse de la muestra de su delito. Y esta muerte no sirvió ni siquiera para el provecho de otras especies: como se trata de peces posiblemente envenenados, ninguna garza o ave alguna se atrevió a sobrevolar los cuerpos sin vida.
¿Qué nos está sucediendo? Si el lago es el principal motivo de orgullo de todos los pucallpinos, debemos demostrar que este sentimiento es genuino y comprometernos realmente con su conservación, y el arreglo de su ornato que, dicho sea de paso, muchas veces parece insalubre y caótico, y que lejos de resaltar el atractivo natural, lo torna espantoso y sirve para ahuyentar al turista. Y esto es, en mayor medida, responsabilidad de nuestras autoridades. Las promesas de resguardo de este regalo de la naturaleza no deben quedarse sólo en eso: deben trascender más allá de las palabras, con programas y medidas que sancionen monetariamente a quien destruye nuestro medio ambiente, y con premios para quienes contribuyan a su preservación. Asimismo, parte de esta responsabilidad recae sobre los empresarios cuyos negocios se benefician con nuestro lago. Ellos deben asegurarnos que las aguas no se tornen inhabitables con el arrojo de desechos, y son responsables también de reducir los niveles de contaminación. Su labor, en colaboración con nuestros gobernantes y la sociedad en general, debería centrarse en actividades positivas, las que podrían hacerse incluso en un día conmemorativo para nuestro lago, o en una semana entera en donde se hagan labores a favor de ella, y se promueva la práctica de deportes, concursos gastronómicos y ferias científicas y de reforestación, entre otros. Pero esto no será posible si el nivel del agua desciende cada año. Por ello, para evitar que las lluvias, - en resumidas cuentas, el principal contribuyente de nuestros ríos- sean menos escasas y/o espaciadas, debemos evitar la tala indiscriminada de árboles, y la irresponsable quema de purmas, porque una cuenca sin árboles es una cuenca sin agua. En caso contrario, las otras medidas de preservación servirán de nada. Ojalá que esta vez lo comprendamos. De no hacerlo así, sólo nos quedará evocar con nostalgia que hace aproximadamente diez años, a diferencia de ahora, existió un lugar donde la vida brotaba a borbotones, para el desconcierto de las generaciones futuras, quienes no podrán entender por qué nos embarga la tristeza al recordar algo que ellos nunca vieron.