domingo, 24 de octubre de 2010

¿Milagro en Octubre?

- Luchín, ven – se escuchó decir a la voz dulce y melódica de su mamá. Quiero que tú y tu hermano menor de siete años sigan al Señor de los Milagros.

- ¡Pero mamá! Por qué me pides eso, si no es una festividad de nuestra ciudad. No nací en la costa, y no entiendo por qué tengo que ir. Además, recién llovió, y las calles deben estar sucias o llenas de cochas y barro.

- Hazme caso, quiero que vayas y pidas por el descanso de la cuñada de tu tío, que no falleció por su enfermedad, sino por los pleitos de sus hijos, que querían quedarse ya con lo poco que le quedaba.

- Está bien. Iré. Vamos Elfer.

-¡Ya! – gritó este último, y fue a ponerse sus sandalias blancas y negras, gastadas en el lado derecho. Estoy listo hermano - confirmó, un minuto después.

- Vamos a caminar hasta la esquina y nos uniremos a la procesión.

El adolescente olvidó su disgusto y optó por una disposición risueña y amical. Caminaron juntos, hasta que encontró a sus amigos del colegio, con su alegría infinita. Se unieron a ellos, con prisa. Elfer tuvo que apurar los pasos para no quedarse atrás.

-          Hermano, ¿por qué hay tanta gente en las calles?

-          Estamos siguiendo a la imagen de Jesucristo.

-          Pero en el colegio me enseñaron que Jesús murió en Semana Santa...

- Sí, pero es que una vez un muro que tenía su imagen no se cayó con el terremoto. Y desde entonces se le venera.

- Ah ya. Entonces es bueno seguirlo. Mira, más allá está mi amigo David, con su mamá. David, ¡hola!

- Quédate conmigo. No te alejes, vamos despacio.

Elfer lo cogió de la mano y se quedó en silencio. Entonces vio a pocas personas vestidas de morado. También vio a unas mujeres que cargaban una imagen.

-Pero ésa es la virgen María - le indicó al hermano.

- Si pues, pero vete al otro lado y verás a Jesús. Pero no ahorita - lo retuvo con un jalón. Antes de llegar a la casa lo verás.

- Ya Luchín - afirmó. Y siguió observando a la gente, que se movía cómoda entre los grandes espacios que se formaban gracias a la no muy numerosa presencia humana. Vio de todo un poco: al hombre delgado y amanerado de mochila celeste tipo canguro, pantalones cortos negros y polo blanco con dibujos de hojas marchitas, espaciadas, que entrelazaba delicadamente su brazo con el de una amiga suya, siguiendo una complicidad que no comprendió, pero que parecía ser diferente, porque un muchacho se aventuró a registrarlos con su cámara; a unos vendedores de chifles, canchitas, gaseosas, ñutos, suspiros y rosquillas, pero no vio a nadie con un turrón en la mano; a una mujer que le recordó a su mamá, por lo linda que se veía, y que quizás por eso caminaba sola; a un niño un poco gordo sentado en su mecedora, observando igual que él, con el rostro inexpresivo y la boca cerrada, pero con los ojos ávidos de curiosidad; a una mujer gorda de blusa amarilla durmiendo en su mecedora con los cánticos y los pasos arrastrados de la muchedumbre, y a su hermana parada en el umbral de su puerta celeste, que esperaba ser vista para asustarle por su imprudencia y luego reír estrepitosamente; a una mujer que comía un chupete de aguaje en un descanso que se tomó, y que cuando se sintió vista, arrojó el palo con la despreocupación de las mujeres de su tierra; y a un grupo de hombres y mujeres apiñados afuera de una casa de cerco barnizado, comprando las semillas y plantones de algo que se conocía como la planta de la vida.

- ¡Qué desconsiderados son! – opinó Luchín. Esas pobres señoras no soportan el peso de esta anda. Y sin embargo, todos observan y nadie hace nada. Esta costumbre de mirar y no ver debe cambiar. La gente se duerme y no reacciona.

- No reniegues – comentó su amiga. Te apuesto que esas mujeres serán recordadas por su colaboración en estos momentos. Segurito que el cielo les espera.

- Ya vuelta ya – gritó Luchín. Bien buena te veo. Mira, felizmente vienen a reemplazarlas.

- ¡Uuuu! Medio frío hace, me hubiera puesto mejor la chompa.

- Deja ya de lamentarte  y sigue caminando. Quedan aún varias cuadras y vas a ver que te vas a calentar.

- ¡Ñaño, ñaño! David me está llamando. ¿Puedo ir?

- No hermano. Tú has venido conmigo y conmigo te tienes que quedar.

- Pero está con su mamá. Sólo un ratito…

- Está bien. Vete, pero me esperas paradito en el Jr. Inmaculada.

- ¡Ya! - aceptó, entusiasta. Corrió donde David y los dos se pusieron a conversar.

- ¿Sabías que Jesús murió dos veces? La primera vez fue en Abril y la segunda este mes.

- No, no es así. Jesús aun está vivo, sólo que una vez hubo un terremoto, y él lo paró. Es por eso que lo seguimos, para pedir que no haya más terremotos.

- ¡Ah ya! ¿Has visto que unos señores están descalzos?

- Sí, deben ser más humildes que yo, porque no tienen ni para las sandalias.

- Pobrecitos son. ¿Y has visto a ese hombre alto? Parece una jirafa chamuscada.

- Sí, y su hijo también.

         - ¿Hasta qué hora vas a caminar? Mi mamá dijo que cada vez que sigue al Señor de los Milagros, siente una fiesta en su corazón, y que por eso iremos hasta el final.

- Voy a ir hasta La Inmaculada. Mi hermano me dijo que le espere ahí.

- ¿Y dónde está tu hermano?

- Allá – respondió, apuntando firme con su dedo índice. Está con esa chica de rulos y lentes que bebe una gaseosa. Entonces los dos niños lo miraron:

Luchín estaba contento por la tranquilidad con la que se desplazaba la gente. No había nadie con aspecto de ladrón o manoseando a las chicas. Sólo vio a un borrachín que estorbaba a las mujeres que delimitaban el área alrededor del anda. No pudo evitar reírse al ver la desesperación en sus rostros, porque el borracho tiraba de un extremo y las desordenaba, y cuando trataban de acomodarse, volvía a jalar. Las mujeres, descontentas, le recriminaron su poco criterio. Pero lo hicieron suavemente, tal como el tiempo posterior a la lluvia que cayó ese día, que lamentablemente no fue como las lluvias legendarias de hace cinco años. Añoró que el agua luche por entrar en las casas y que los truenos truenen sin miedo. Recordaba la vez que iba en moto con su papá y vio cómo un hombre que sostenía unos colchones en un camión de madera sin puertas, fue elevado con uno de ellos por el cielo hasta caer entre las hierbas gigantescas cerca al aeropuerto. Pensaba en esta y muchas cosas más, hasta que cayó en la cuenta que había llegado al Jr. Inmaculada y que su hermano no lo esperaba donde acordaron. Asustado, corrió, acompañado de su amiga, que lo ayudó a buscar entre los motocars estacionados y entre los árboles. No lo encontraba por ningún lado, y su preocupación aumentaba a medida que oscurecía. Se imaginaba a su mamá, llorando por la pérdida de su hermano, y el padre molesto, pegándole por su descuido. No, no, esto no puede pasar - se dijo a sí mismo – tengo que encontrar a mi hermano, y cuando lo haga, ya verá. Siguió buscando, en los patios de las casas, en las tiendas y hasta en un bar. Por último, fue a un colegio cercano, y cuando estaba a punto de ingresar, escuchó la vocecita calmada de Elfer. Volteó raudo, y lo vio sosteniendo un mango a medio comer. Furioso, lo jaló de la oreja y le increpó que nunca más debe hacer eso, diciendo luego que en la casa le esperaría el verdadero milagro.

miércoles, 6 de octubre de 2010

DOS FELINOS

                    Entre mis sueños recordé al felino hemipléjico que tuvo que soportar dos días aciagos de gato agonizando por la copiosa cantidad de mordidas humanas de los últimos caníbales de la tierra, pero hechas con tanto ensañamiento, que parecían el trabajo de unos cuantos jabalíes, irónicamente respetuosos, con habilidades de moto y colmillos tan largos como los clavos usados para fijar calaminas. Al gato le restaba literalmente media vida, porque las patas traseras y la columna media se convirtieron en una larga cola que lloraba sangre. Pero, en el sueño, tenía la suerte contraria al sino de su destino y descansaba sobre un sofá, en la posición inversa, con las patas traseras formando un ángulo de treinta grados, apuntando hacia arriba y dando leves golpes en el espacio. Sus patas delanteras, más largas que las otras, que estaban extendidas en la casi perfección total, salvo por el pequeño ángulo formado por los codos, se suspendían en el éter, mientras que el rostro inclinado en sentido contrario a la dirección del viento era el fiel reflejo de su suspensión en el mundo de los sueños. Lo contemplé respirar por cierto tiempo. Luego lo vi abrir sus ojos ámbar y clavarme inmediatamente esa mirada penetrante que me causó pavor e hizo arrepentirme de no poder acompañarlo. Entonces desperté y, diligente, me aproximé hacia donde estaba Enrique, conversando con una mujer de falsa piel de marfil, que sonaba a muerte. Los vi murmurar, impávidos, algo intraducible, colocar un trapo de color rata sobre la cabeza del felino y coger una fina navaja, que lo fue despojando del excesivo pelaje blanco en las patas delantera izquierda y trasera derecha, en la última de las cuales se introdujo la sustancia de poder soporífero e inmediato resultado. Luego, la pata delantera demostró la vena del grosor de dos cicatrices, por donde corrió el líquido de óxido tierno y pálido, que se detuvo a un centímetro de su trayectoria. Como no podía transitar por el cauce sanguíneo, la mujer de mejillas color jamón se colocó el estetoscopio que, apoyado por tres dedos, y sobre todo por el dedo del corazón, se posó sobre el corazón del felino. Después cogió una jeringa casi tan gruesa como un frasco de goma y llena del líquido con sabor a tranquila desdicha. El corazón se empapó y sobrevino un largo silencio. Fue entonces que comprendí que no tendría una nueva ocasión para compartir el recipiente de comida y que, sola, apreciaría el mundo bajo la palmera.

sábado, 2 de octubre de 2010

¡Carolina!. No quiero volver a escuchar ese nombre. Es ella quien me ha sumido en esta insondable tristeza y me tuvo hospitalizado por varios días, sufriendo las heridas del desamor. Yo estaba tan enamorado y feliz, pero vino ella y causó revuelo en mi vida, arrebatándome el sosiego. Aun ahora puedo sentir su aroma a magnolias frescas y recordar sus intensos y carnosos labios rojos. ¡Ah!. Esos fueron los labios de mi perdición. Nunca antes un par de ellos provocó en mí tantas ganas de besarlos, de morderlos. ¡Y qué decir de su rostro!. Muchos hombres perdieron la cabeza al verla, al fijarse en sus pómulos rosados, en su tersa tez blanca, en su nariz tan fina y en sus pestañas tan coquetas y poderosas que, en complicidad con sus ojos celestes, podían decidir mí destino y el de mis congéneres: la vida o la muerte. Su cuerpo concentraba la deliciosa figura de las mulatas y la delicadez de las blancas. En nadie más se lucían mejor los corpiños y las blusas, ya sean holgadas o ceñidas. Los primeros sugerían las hermosas formas que los segundos dibujaban bien, sobretodo de ese par de senos turgentes, exquisitos, del tamaño ideal. Su cintura, por otro lado, representaba la gloria, el trofeo máximo. Muchas batallas se hubieran podido librar con un solo propósito: enroscar, atar, anclar los brazos alrededor de ella. Y sus piernas son otra razón para perder la cordura. Son largas y firmes, suaves al tacto, al igual que esas nalgas de locura. Nadie podía dejar de sucumbir ante tanta belleza. Nadie. Ni siquiera yo. Desde el instante que la conocí, caí rendido ante sus pies, pero ella no se inmutó ante mi temblor en las piernas, mi sudor frío o mi incapacidad de hilvanar las ideas frente a ella. Y luego de su rechazo sólo me quedó deshojar margaritas en el hospital de desahuciados.